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sábado, 14 de agosto de 2010

Una Némesis con alas

Madrid dista de la ciudad que habito unas tres horas en coche. Después de atravesar media Península, un viaje de tres horas en automóvil es un paseo. Disfrutas de la conducción, escuchas algo de música, un par de paradas y cuando te quieres dar cuenta has llegado a tu destino.
Esas casi tres horas de carretera son un privilegio en forma de tiempo para pensar. La corta estancia en Barcelona y Madrid le ha ido bien a este gato para despejarse y ahora su cabeza es como una olla en permanente ebullición. Con una diferencia evidente, el contenido de la olla se conoce de antemano y por tanto, se sabe el objetivo y se espera el resultado; mientras que el resultado de lo que se cuece en una cabeza es en la mayoría de los casos inesperado.
La soledad es una buena compañera para los pensamientos, pero he de reconocer que no realicé ese viaje en solitario. En la primera parada, la del primer café, aprovechando que la puerta del coche estaba abierta y sin mediar invitación, se introdujo en él una pasajera, de la que a pesar de numerosos intentos, incluida una segunda parada, no pude deshacerme. De nada sirvió bajar las ventanillas varias veces o dejar la puerta abierta del coche un buen rato en esa segunda parada. Se había propuesto viajar y nada podría impedírselo.
La culpa es mía. Debía tener buen gusto musical. Y la había recibido con London Calling, de The Clash, y con Balmoral, del Loco. Así que mis intentos para hacerla abandonar el coche fueron inútiles. Me acompañó el resto del trayecto, sin articular palabra y sólo interrumpiendo mis pensamientos con un suave aleteo y su reiterado vuelo.
Es lo malo de las moscas, carecen de conversación y no dejan de revolotear a tu alrededor, poniendo a prueba nervios y paciencia. Y a decir verdad, dudo que tengan siquiera buen gusto musical.
Cuando era pequeño me dedicaba a arrancarles las alas, pero es fácil deducir que a pesar de las muchas a las que se las arranqué, hay más volando por ahí. Del mismo modo que es posible creer que mi incómoda pasajera no fuera más que una mala jugada del destino o la encarnación de una Némesis con alas.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Balmoral

Estoy oyendo el Cadillac Solitario del Loco, con una Alhambra 1925 en la mano, y no puedo evitar preguntarme qué demonios hago aquí, con al menos la mitad de una promoción de la Guardia Civil y otra mitad de alumnos de un curso de arquitectura.
Mi cuita es que tengo las preguntas pero me faltan respuestas. Demasiadas respuestas. Soy consciente de que tuve momentos mejores, pero probablemente quedan distantes en el tiempo. Porque el Cadillac del Loco me lleva muy atrás en el tiempo y cuesta echar la vista atrás. Y también cuesta afrontar si eso importa demasiado.
Dicen que el tiempo lo cura todo. Yo tengo mis dudas, pero es cierto que el tiempo diluye, difumina y deprecia instantes pretéritos. Del mismo modo que los años que han pasado reposan sobre mi espalda y sobre la del mismo Loco, que ya en aquel tiempo había soplado más velas que yo y que hoy es consciente, como yo, de que no hay viento que lleve a buen puerto nuestra nave.
Naufragamos. Sucumbimos ante la tormenta. Zozobramos. Por una causas u otras. Por la inclemencias del tiempo, por los imponderables, porque creímos que la letra de una canción era la misma escritura de la mano que ideó nuestras vidas. También porque no nos adaptamos. Ya saben, tiempos nuevos, tiempos salvajes. Y echamos el ancla. Evitamos el motín, pero nos quedamos sólo en el cascarón con velas.
Ahora los barcos van a motor. Tienen computadoras y tripulación uniformada. Y nosotros seguimos mirando al horizonte, esperando que las olas del mar nos anuncien la llegada del viento y que ese viento hinche nuestras velas y la nave navegue. Sin que importe demasiado a dónde. No abandonamos islas desiertas, pero dejamos demasiado equipaje en la travesía, en un pasaje que es probable nunca pagásemos.
Y ya no queda ni el Balmoral. En la calle Hermosilla ya no habita ni el recuerdo. Sólo una palabra en la carátula de un disco del Loco. Poco importa ya, el ropero a la entrada, la barra a la derecha y el salón a la izquierda, con los sillones orejeros, la chimenea y las osamentas de ciervo en la pared. Mi madre bautizó aquel salón como el salón de los espejos, quizás porque al anochecer era frecuente ver a banqueros, a la denominada jet set madrileña alternando con un vaso de whisky en la mano y alguna joven putita merodeando las orejas del sillón. También lo frecuentaron los protagonistas de aquello que se llamó la Movida madrileña, entre ellos Loquillo.
Pero queda tan lejos Madrid de Baeza. Y para mí, tan lejos en el tiempo, que sólo espero que cualquier noche los gatos de mi callejón maullarán a solas esta canción.