jueves, 10 de septiembre de 2009

Balmoral

Estoy oyendo el Cadillac Solitario del Loco, con una Alhambra 1925 en la mano, y no puedo evitar preguntarme qué demonios hago aquí, con al menos la mitad de una promoción de la Guardia Civil y otra mitad de alumnos de un curso de arquitectura.
Mi cuita es que tengo las preguntas pero me faltan respuestas. Demasiadas respuestas. Soy consciente de que tuve momentos mejores, pero probablemente quedan distantes en el tiempo. Porque el Cadillac del Loco me lleva muy atrás en el tiempo y cuesta echar la vista atrás. Y también cuesta afrontar si eso importa demasiado.
Dicen que el tiempo lo cura todo. Yo tengo mis dudas, pero es cierto que el tiempo diluye, difumina y deprecia instantes pretéritos. Del mismo modo que los años que han pasado reposan sobre mi espalda y sobre la del mismo Loco, que ya en aquel tiempo había soplado más velas que yo y que hoy es consciente, como yo, de que no hay viento que lleve a buen puerto nuestra nave.
Naufragamos. Sucumbimos ante la tormenta. Zozobramos. Por una causas u otras. Por la inclemencias del tiempo, por los imponderables, porque creímos que la letra de una canción era la misma escritura de la mano que ideó nuestras vidas. También porque no nos adaptamos. Ya saben, tiempos nuevos, tiempos salvajes. Y echamos el ancla. Evitamos el motín, pero nos quedamos sólo en el cascarón con velas.
Ahora los barcos van a motor. Tienen computadoras y tripulación uniformada. Y nosotros seguimos mirando al horizonte, esperando que las olas del mar nos anuncien la llegada del viento y que ese viento hinche nuestras velas y la nave navegue. Sin que importe demasiado a dónde. No abandonamos islas desiertas, pero dejamos demasiado equipaje en la travesía, en un pasaje que es probable nunca pagásemos.
Y ya no queda ni el Balmoral. En la calle Hermosilla ya no habita ni el recuerdo. Sólo una palabra en la carátula de un disco del Loco. Poco importa ya, el ropero a la entrada, la barra a la derecha y el salón a la izquierda, con los sillones orejeros, la chimenea y las osamentas de ciervo en la pared. Mi madre bautizó aquel salón como el salón de los espejos, quizás porque al anochecer era frecuente ver a banqueros, a la denominada jet set madrileña alternando con un vaso de whisky en la mano y alguna joven putita merodeando las orejas del sillón. También lo frecuentaron los protagonistas de aquello que se llamó la Movida madrileña, entre ellos Loquillo.
Pero queda tan lejos Madrid de Baeza. Y para mí, tan lejos en el tiempo, que sólo espero que cualquier noche los gatos de mi callejón maullarán a solas esta canción.

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