El callejón del Gato es el callejón de los espejos cóncavos y convexos. Aquel que Valle-Inclán dejó atrapado en las páginas de “Luces de bohemia”. Ese mismo callejón que desprovisto aparentemente de belleza literaria pervive en el corazón de la ciudad.
Había dejado atrás la Plaza Mayor y avanzaba sin rumbo fijo. Y entonces recordé una promesa incumplida, no por falta de compromiso sino por ausencia de oportunidad.
En realidad ahora tampoco podía cumplirla, porque la persona con la que me comprometí a llevarla al callejón del Gato estaba a kilómetros de distancia. Pero recordé que no me encontraba lejos del lugar y encaminé mis pasos hacia él.
Atravesé la calle de la Bolsa y desemboqué en la plaza de Jacinto Benavente, esa misma plaza donde como parte del mobiliario perviven lumis desahuciadas, a las que no faltan ni clientes, ni moscones. La misma plaza de la que un antiguo concejal del Ayuntamiento madrileño, un tal Matanzo, presumía por regar sus bancos con zotal; el mismo sujeto al que la policía local debía dar el parte en una conocida discoteca de la plaza Vázquez de Mella, corazón del hoy barrio gay de Chueca.
Dejé atrás esa postal sórdida que son los aledaños de la plaza de Benavente con Carretas y Cruz, para dejarme caer por Espoz y Mina hasta uno de los extremos del callejón. Veo que el bar de Las Bravas ha abierto sucursal en la esquina con una amplia terraza, casi llena cuando el reloj se acerca a las dos de la tarde. No paro. Me adentro en el callejón hasta alcanzar el antiguo local de Las Bravas, que comparte con el nuevo un espantoso cartel en colores naranjas.
Ya sólo tengo ojos para los dos espejos que flanquean la puerta de entrada del bar. No me detengo, pero aminoro la marcha para buscar el reflejo de mi imagen en el primero de ellos. Y a continuación, sin detenerme, paso con lentitud frente al segundo espejo para verme también reflejado en él. Apenas esbozo una mueca, pero sonrío pensando que si esa persona estuviera ahora aquí, abriría un abanico de muecas frente a los espejos y su risa llegaría hasta los rincones más recónditos del centro de Madrid.
Avanzo unos pasos hasta la otra boca del callejón, que queda a mi espalda, aparentemente huérfano de belleza literaria.
Mi promesa permanece incumplida, pero quiero pensar que cuando deambulaba por el callejón del Gato me acompañaba una bruja, porque no hay gato que se precie que no haya compartido alguna de sus 7 vidas con una dama de verruga y escoba.
En esta ocasión no pudo ser y sólo puedo ofrecer un paseo por mi propio callejón y un compromiso de mantener abierta su ventana, para que incluso la música que se escapa de otras ventanas vecinas encuentre cobijo en él y lo transforme en una pista donde bruja y gato bailen una danza, que para muchos no sería más que un aquelarre y para otros un esperpento reflejado en espejos cóncavos y convexos.
Había dejado atrás la Plaza Mayor y avanzaba sin rumbo fijo. Y entonces recordé una promesa incumplida, no por falta de compromiso sino por ausencia de oportunidad.
En realidad ahora tampoco podía cumplirla, porque la persona con la que me comprometí a llevarla al callejón del Gato estaba a kilómetros de distancia. Pero recordé que no me encontraba lejos del lugar y encaminé mis pasos hacia él.
Atravesé la calle de la Bolsa y desemboqué en la plaza de Jacinto Benavente, esa misma plaza donde como parte del mobiliario perviven lumis desahuciadas, a las que no faltan ni clientes, ni moscones. La misma plaza de la que un antiguo concejal del Ayuntamiento madrileño, un tal Matanzo, presumía por regar sus bancos con zotal; el mismo sujeto al que la policía local debía dar el parte en una conocida discoteca de la plaza Vázquez de Mella, corazón del hoy barrio gay de Chueca.
Dejé atrás esa postal sórdida que son los aledaños de la plaza de Benavente con Carretas y Cruz, para dejarme caer por Espoz y Mina hasta uno de los extremos del callejón. Veo que el bar de Las Bravas ha abierto sucursal en la esquina con una amplia terraza, casi llena cuando el reloj se acerca a las dos de la tarde. No paro. Me adentro en el callejón hasta alcanzar el antiguo local de Las Bravas, que comparte con el nuevo un espantoso cartel en colores naranjas.
Ya sólo tengo ojos para los dos espejos que flanquean la puerta de entrada del bar. No me detengo, pero aminoro la marcha para buscar el reflejo de mi imagen en el primero de ellos. Y a continuación, sin detenerme, paso con lentitud frente al segundo espejo para verme también reflejado en él. Apenas esbozo una mueca, pero sonrío pensando que si esa persona estuviera ahora aquí, abriría un abanico de muecas frente a los espejos y su risa llegaría hasta los rincones más recónditos del centro de Madrid.
Avanzo unos pasos hasta la otra boca del callejón, que queda a mi espalda, aparentemente huérfano de belleza literaria.
Mi promesa permanece incumplida, pero quiero pensar que cuando deambulaba por el callejón del Gato me acompañaba una bruja, porque no hay gato que se precie que no haya compartido alguna de sus 7 vidas con una dama de verruga y escoba.
En esta ocasión no pudo ser y sólo puedo ofrecer un paseo por mi propio callejón y un compromiso de mantener abierta su ventana, para que incluso la música que se escapa de otras ventanas vecinas encuentre cobijo en él y lo transforme en una pista donde bruja y gato bailen una danza, que para muchos no sería más que un aquelarre y para otros un esperpento reflejado en espejos cóncavos y convexos.
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