Entre la incomunicación y la incomprensión construimos una autopista hacia la incapacidad para relacionarnos. A pesar de los avances tecnológicos cada vez hay más personas solas o que se sienten solas. Su mayor déficit, hablar con alguien. Aunque es posible que también tengan la necesidad de escuchar y ser escuchadas.
Superado el problema de la comunicación; es decir, cuando logramos tender un puente entre islas, el siguiente escollo a salvar es la comprensión. Comprender al interlocutor y a la vez, ser comprendidos por él. Parece fácil, pero en ocasiones sería aconsejable redactar un manual de conversaciones o fabricar una máquina decodificadora de mensajes.
Nos quejamos de no ser comprendidos, probablemente sin tener en cuenta nuestra limitación o nuestra carencia de voluntad para comprender a los demás. A veces llamamos incomprensión al mero hecho de que el receptor de nuestro mensaje no responde a él en la manera que habíamos previsto. Es decir, que su respuesta no es la deseada. Por lo que depositamos en él nuestra frustración y nos lamentamos, casi con desgarro, de esa incomprensión, que evidentemente en este caso es inexistente.
Aún así, abrazamos la causa, convertimos el lamento en grito de guerra y acabamos enrolándonos en el fanatismo. Del nadie nos comprende al todos están contra mí, hay un paso. Y como en tantas otras cosas, preferimos dejar la carga de la responsabilidad a terceros, antes que asumir nuestra propia cuota. De modo que dedicamos nuestras energías a militar en el inmovilismo y en el victimismo, en detrimento del esfuerzo que requiere el entendimiento con el otro. Que con toda seguridad será un esfuerzo igual o inferior a las energías gastadas en la ausencia de entendimiento.
Muchas veces la coartada la hallamos frente al espejo, si no me comprendo ni yo, cómo voy a comprender a los demás. Fortificamos la isla. Y esa es nuestra mayor derrota.
Tratar de entender. Parece sencillo. Fortificamos la isla. Qué cierto.
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