lunes, 18 de enero de 2016

La soledad del náufrago

Desde lo más alto de la isla se contempla un mar que parece infinito. De repente, quieto; azul, muy azul, y solitario. Ni siquiera se ven las otras islas, como si hubieran desaparecido engullidas por ese mar; como si los puentes y su construcción carecieran ya de significado y la isla fuera el laberinto de la soledad. 
Caminos reales y ficticios. Veredas descendentes y ascendentes. Sendas que en esencia no conducen a lugar alguno y que bien pudieran ser las venas de la isla o las cicatrices de aquellos que alguna vez la habitaron.
Flancos delineados por árboles y arbustos que convierten los caminos en un mismo camino y riachuelos de agua que serpentean por ese camino y fluyen intermitentes como los pensamientos extraviados. Igual que los pasos, perdidos en su andar y desandar para moldear las huellas de la derrota. 
A pesar del ronroneo del mar, del silbido de las aves y del aullar del viento cuando sopla, en la isla se impone el silencio; solo alterado por el canto desafinado y algún grito desesperado de su habitante en su lucha por discernir qué territorio pisa y donde está el límite que fija el paso de la cordura a la locura. Y lo que es vital o al menos lo aparenta, si hay retorno. 
Desde lo más alto de la isla se puede tener la tentación de dominar el mundo. Ese universo particular rodeado de agua, donde la única norma es la supervivencia. Y sin embargo, es desde esa altitud desde donde se adquiere consciencia de lo profundo del abismo y de la vulnerabilidad del que camina por el borde del precipicio. Esa misma consciencia empuja al convencimiento de que lo importante no es caer, sino lo que dura la caída. Pero no ayuda a despejar la incógnita de si tras la caída existe la posibilidad de levantarse. 
La soledad es el mejor abono para la nostalgia. De lo que se tuvo y de lo que no se tendrá. De lo que se dejó caer porque se creyó un lastre y de aquello que nunca formó parte del equipaje. Y en su laberinto, la melancolía le gana la partida a la esperanza. 
Desde lo más alto de la isla las carcajadas parecen truenos agitados por el viento. Pero no presagian tormentas. Y tampoco alimentan el silencio del engaño o la mascarada. Solo son la expresión desbordada del habitante solitario que no pierde el brillo en los ojos al contemplar el mar, con la sabiduría de quien no espera, pero tampoco renuncia a ver la vela de ese barco que romperá el silencio; aunque es improbable que acabe con la soledad del náufrago.

No hay comentarios:

Publicar un comentario