lunes, 25 de enero de 2016

Placebos

 Mi padre era dado a recitar el soliloquio de Segismundo, en “La vida es sueño”, de Calderón de la Barca, en el que su protagonista se cuestionaba por el delito cometido para recibir trato tan inmerecido. Yo era pequeño y conservé solo una parte de aquel y a mi manera, de modo que siempre ha permanecido en mi memoria algo así como: ¡Ay, mísero de mi, infeliz! Más que delito cometí, contra vosotros naciendo, para que me tratéis así. 
Desde la generosidad, podríamos admitir que se mantiene la esencia calderoniana y que no sale mal parado Segismundo por mi albedrío. Y aunque ya en la adolescencia leí la obra de Calderón, siempre estará en mi cabeza mi particular adaptación de lo recitado por mi progenitor. Y no sin cierto rubor aduciré que el orden de los factores no altera la suma; a sabiendas de lo desafortunado que resulta mezclar churras con merinas y que letras y números no siempre comparten camino y destino. 
Aún así y como tantas otras cosas que permanecen en nuestra cabeza desde la infancia, como parte de lo aprendido y por tanto de nuestro bagaje existencial, siempre me acompaña el soliloquio de Segismundo, como aquel otro del poema “Retrato”, de Antonio Machado, de conversar con el hombre que siempre va con uno y la plática con el buen amigo que nos muestra el secreto de la filantropía. 
Entiendo que hay en todo soliloquio una pregunta sin respuesta y que la mera expresión o representación de éste nos sitúa en una imaginaria línea a medio paso de la cordura o la desesperación, que puede ser una antesala de la pérdida del juicio o de la perspectiva. 
No tengo a Calderón de la Barca, ni a Don Antonio, por extravagantes, pero tampoco puedo afirmar sin dudas que ignoraran sobre lo que escribían y que no hubieran experimentando en algún episodio de su vida esa desesperación que conduce al soliloquio y que al autor le facilita su personaje. Míseros e infelices, ¿qué delito cometieron?, vivir. 
Aceptando que el antídoto es la muerte y sin prisas para ponerle remedio a la vida, siempre queda la opción de los placebos. No acaban con los soliloquios, pero los hacen más llevaderos. Descubrí hace años y poniendo oído uno que me alegra el día y no precisamente al gusto de Harry El Sucio. Estaba escondido en el Acto I de “La Traviata”, de Giuseppe Verdi, “Un dí, felice y eterea”; ya saben que dicen que la mejor Violetta fue la Callas e ignoro quién fue el mejor Alfredo; hasta ahí no me llega ni el oído, ni el conocimiento.
Lo bueno que tienen éste y otros placebos es que no son incompatibles, que pueden mezclarse. Unos perjudican cuando galopan, como “Juanito El Andariego”, pero si no abandonan la senda son inofensivos y administrados en la dosis adecuada prologan y prolongan. Otros tienden a desbocarse y acaban por llevarnos a saltar al abismo. Pero todos son efímeros, como aquel pasado del que escribió Don Antonio, en hombres sin ayer y sin mañana.

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