Será cuestión de habituarse y de aplicación. Pero yo no lo veo. En verdad, leo Catar en periódicos y subtítulos de los informativos y no vislumbro un país. Me quedo en el verbo; y ahí en la cata, si descubro una amplitud de la mirada.
No desconozco que el cambio es el resultado de aplicar las nuevas normas de la Ortografía Española, aprobadas recientemente por sesudos y formados académicos de ambas orillas del Atlántico que se supone son expertos en la materia y se dedican en exclusiva al estudio y análisis de la lengua, para facilitarnos su uso al resto de los hispanohablantes. Pero lo miro y lo vuelvo a mirar y me acuerdo de mi tío, que bautizó a los libros de instrucciones de los electrodomésticos y demás productos tecnológicos como el libro de las complicaciones.
Manuales de grosor considerable, al estar traducidos a varios idiomas, que en realidad invitan más al desuso o a la infrautilización del aparato electrónico adquirido que a su instalación y aprovechamiento. Hasta tal extremo que en ocasiones y según el apartado es indiferente leerlos en lengua propia o extraña porque la compresión es nula. Algo así como los envases de apertura fácil, que si se abren a la primera y sin daños colaterales (entiéndase quedarse con una anilla en la mano, rasgar la mitad de la tapa o similares) es más fruto de la casualidad o del milagro para los creyentes que de la pericia del que lo manipula.
Así que entre tanto cambio, a mi juicio injustificado, de las normas ortográficas, tanta aceptación de nuevas entradas en el Diccionario de la Lengua Española y el avance de las nuevas tecnologías frente al lápiz y al papel, temo que escribir con corrección sea cada vez más una tarea complicada.
Dirán que la lengua es algo vivo y que como tal está sujeta a una transformación constante, pero para mí que con tanta modificación acabaremos por no reconocerla y creyendo que Cervantes escribía en otro idioma o en una lengua muerta.
No desconozco que el cambio es el resultado de aplicar las nuevas normas de la Ortografía Española, aprobadas recientemente por sesudos y formados académicos de ambas orillas del Atlántico que se supone son expertos en la materia y se dedican en exclusiva al estudio y análisis de la lengua, para facilitarnos su uso al resto de los hispanohablantes. Pero lo miro y lo vuelvo a mirar y me acuerdo de mi tío, que bautizó a los libros de instrucciones de los electrodomésticos y demás productos tecnológicos como el libro de las complicaciones.
Manuales de grosor considerable, al estar traducidos a varios idiomas, que en realidad invitan más al desuso o a la infrautilización del aparato electrónico adquirido que a su instalación y aprovechamiento. Hasta tal extremo que en ocasiones y según el apartado es indiferente leerlos en lengua propia o extraña porque la compresión es nula. Algo así como los envases de apertura fácil, que si se abren a la primera y sin daños colaterales (entiéndase quedarse con una anilla en la mano, rasgar la mitad de la tapa o similares) es más fruto de la casualidad o del milagro para los creyentes que de la pericia del que lo manipula.
Así que entre tanto cambio, a mi juicio injustificado, de las normas ortográficas, tanta aceptación de nuevas entradas en el Diccionario de la Lengua Española y el avance de las nuevas tecnologías frente al lápiz y al papel, temo que escribir con corrección sea cada vez más una tarea complicada.
Dirán que la lengua es algo vivo y que como tal está sujeta a una transformación constante, pero para mí que con tanta modificación acabaremos por no reconocerla y creyendo que Cervantes escribía en otro idioma o en una lengua muerta.
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