lunes, 21 de marzo de 2011

En nombre de la guerra

Las guerras pueden vestirse con trajes a medida, disfrazarse con harapos o mostrar su desnudez de metal. Da igual, son guerras. Y seguirán siendo guerras. Y sus impulsores y responsables pueden buscar coartadas, matices o tirar por la calle del medio. Poco importa, porque el fin es el mismo; y unas y otros apenas sirven para retratar al gobernante sin escrúpulos y a aquel otro que pese a sus convicciones o dudas también acaba yendo a la guerra.
Pese a la creencia de algunos, no hay grandeza en la guerra; aunque pueda haberla en el comportamiento de algún combatiente. Al contrario, es la demostración del fracaso de la sociedad; aún diría más, de la humanidad. El sometimiento de la palabra al plomo. La renuncia al diálogo y la apuesta por la violencia.
Hay en las democracias a ambos lados del Atlántico quien alardea de haber respaldado las guerras de su país y quien recurre a subterfugios para tapar las vergüenzas de apoyar unas y rechazar otras. Del mismo modo, hay quien no duda en proclamar la libertad en nombre de la guerra y en ese mismo nombre hablar de paz.
Otros en nombre de la guerra vendieron primero armas a los combatientes, para más tarde cobrar un precio de sangre, casi siempre de la población civil, y otro de materias primas, llámense petróleo o coltán. En ese comercio reside el cinismo de Occidente. Y también su bienestar. Que es el nuestro.
No hay mayor utopía que el fin de las guerras. Un sueño de palomas blancas con ramas de olivo que los F-18 borran al surcar el cielo. Y aún así, rozando la quimera, hay quien levanta la mirada hacia ese cielo y escucha, a la espera de oír al menos un leve aleteo.
Hoy rugen reactores y bombas. Mañana quizás doblen las campanas. Y pasado pudieran las palomas volar. Entonces la palabra habría doblegado a la espada. Sin mentar a la guerra.

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