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domingo, 17 de noviembre de 2019

Scotch and soda

Era noche de concierto. Tocaba El Hombre Garabato en La Fábrica del Arte. Es cierto que el mismo día y a la misma hora había un concierto de Sex Museum, pero no había dudas. No solo se trataba de escuchar en directo a un grupo que te gusta; en esta ocasión la cosa también iba de apoyar a una banda emergente formada por unos buenos músicos que además son grandes tipos y a un garito cuya dueña, Cintia, apuesta por la Cultura en una ciudad donde esa apuesta es una lucha desigual y en la que solo sobrevivir resulta heroico. 
Poca gente, es cierto, pero un gran concierto, que me trajo a la memoria aquel otro concierto de Radio Futura en Rock-Ola presentando casi en familia “La ley del mar. La ley del desierto”, que luego sería un éxito y marcaría el despegue definitivo del grupo. 
Tras el concierto, y por aquello de cambiar de parroquia, dejamos que los pasos se encaminasen al nuevo local de La Marimorena, donde confluimos el público de ambos conciertos y donde las rubias con espuma recorrieron con generosidad la barra. Y aquí asistí a la memez de la noche, cuando a mi espalda pidieron un Johnny Walker, Etiqueta Negra, con cola. No me malinterpreten, cada uno es libre de pedir y beber lo que quiera, pero a mí hay mezclas que me parecen la mejor forma de estropear ambas bebidas y además, la petición me recordó algo que me pasó una noche en Barcelona.
Habíamos ido a tomar un calmante al Café Salambó. Por primera vez no había sitio abajo y subimos a la planta de arriba, donde había una pequeña barra vacía, unas mesas con sillas, todas ocupadas, y una mesa de billar que pronto vería las bolas rodar por el tapete. Me ausenté un momento y al regresar me sorprendió comprobar que no me habían servido el calmante. Era un Juanito El Andariego, en vaso corto y con agua con gas. Nada exótico. No me había dado ni tiempo a abrir la boca cuando lo hizo la chica que había tras la barra para lanzarme aquello de ¿reed laaaibol? 
Me vino a la cabeza aquello del ‘scotch and soda’, tan anglosajón. Y también aquella ocasión en la que en un bar de Madrid escuché a un tipo pedirlo y al camarero responderle sin inmutarse que de eso no tenían. 
Tampoco pude evitar acordarme de Constante y del Kwai. Porque allí no teníamos que pedir. Constante preguntaba, ¿lo de siempre? Y lo de siempre eran unas pechugas (Pechugas Villaroy); es decir, dos DYC con limón, o lo que es lo mismo dos vasos largos con hielo en los que más de la mitad estaba ocupado por el Dragados Y Construcciones y el resto del combinado lo completaba un refresco de limón del que siempre sobraba algo tras llenar ambos vasos. Por un momento me he imaginado a alguien llegando al Kwai y pidiendo un “Red Label”; el bueno de Constante mandaba a la gente a paseo si le pedían un vermut. Ya saben, aquí no tenemos de eso.

viernes, 4 de marzo de 2011

Los días del Kwai

En un día de lluvia como hoy, pienso en lo que ha llovido desde entonces. Y sí, hace muchas lluvias de aquellas tardes y noches en el Kwai. Y también supongo que desde hace algunas menos Constante sólo habita en nuestra memoria y pervive en la canción de Siniestro Total.
La primera vez que entré en el Kwai me llevó mi primo y creo que si he de ser sincero yo todavía no había alcanzado la mayoría de edad. Pedimos dos cacharritos de ron con un refresco de cola o limón, auténtico licor de gato, que probé por primera y última vez. Para los que no hayan pisado nunca el Kwai, lo hayan olvidado o ni siquiera hayan oído hablar de él, recordaré que los calmantes se pedían de dos en dos y se acompañaban de un solo refresco, del que tras mezclar con el alcohol de los dos vasos siempre sobraba algo, dada la generosa dosis de ese alcohol escanciada por Constante.
Después de aquella primera vez, volví en numerosas ocasiones en los años posteriores; desertor de aquel licor de gato, fuera ron, ginebra o vodka, y abonado a sus Pechugas de Villeroy; la misma fórmula par, pero en lugar del brebaje del gato, un clásico segoviano ajeno al garrafón, un Dragados y Construcciones ((DYC), con refresco de limón.
En invierno, los viernes y los sábados, estaba siempre lleno. Igual que en vacaciones de Semana Santa y en verano. Pero entre semana te podías tomar un par de pechugas sin agobios y sin necesidad de apretujarte junto a aquellos pequeños apliques de la pared con globos de luz cociéndote la sesera, que ya con las pechugas alcanzaba su punto de ebullición.
Constante era del Norte, un asturiano que no había perdido el acento a pesar del tiempo que llevaba en el Foro. Un tipo grandón, que ya por aquella época había superado con creces la cincuentena. En ocasiones brutote, pero noble, que conectaba bien con nosotros, llevásemos la pinta que llevásemos. Cuando el Kwai estaba lleno era raro pegar la hebra, apenas un saludo y un intercambio rápido de comentarios intrascendentes. Pero aquellos días laborables de invierno era otra historia. A última hora de la noche, sobre las once o poco más, apenas había parroquianos y entonces si había tiempo para darle a la sinhueso y escuchar las historias que contaba Constante, desde que llegó a Madrid hasta aquellos años 80.
Una de esas noches estábamos mi amigo, casi mi hermano, David, y yo, un par de tipos de su quinta y Constante. Uno de ellos le tiró de la lengua para que contara una historia que le hacía gracia, de la que eran los dos protagonistas, y que a mí se me quedó grabada. Se remontaba en el tiempo a la época en que Constante llegó al Kwai, en la calle Fernando VI. Por aquella época muchos bares, incluido el Kwai, no tenían neveras y para enfriar las bebidas utilizaba hielo, procedente de barras, que ellos picaban y colocaban en barreños o similares con las botellas. Tras cerrar, se fueron a tomar la penúltima a un establecimiento cercano, con la mala suerte de que se les había acabado el hielo y no tenían las bebidas frías. Medio broma, medio en serio, Constante les dijo que si les invitaban a las copas, él traía el hielo. Los del bar aceptaron y Constante se fue hasta la calle Fuencarral (la que muere o nace, según en la dirección en la que vayas, en la esquina de Gran Vía donde está el edificio de Telefónica) y regresó al bar con una barra de hielo cargada a la espalda, causando estupor a los del bar y un gran carcajada a su amigo. Yo me imaginaba a Constante con bastantes años menos, atravesando varias calles del centro de Madrid con la barra de hielo al hombro. Le oí contar unas cuantas veces más aquella historia, en alguna ocasión a petición mía.
Ya no volveremos al Kwai, con aquella barra y aquella pared atestada de objetos imposibles. Queda atrás en el tiempo, pero como olvidar a Constante, la postal de la playa de Tenerife y aquel par de pechugas tan bien puestas.