Hay
días en que da la sensación que hubiera sido mejor permanecer en la cama. A
sabiendas de que eso no impedirá que ocurra lo que ha de ocurrir. De que no hay
escapatoria y no hay escondite ajeno a la realidad, ni siquiera la locura
revestida de genialidad o la genialidad aderezada de locura.
El
destino, caprichoso para combatir el tedio de la vida y desperezar la rutina, hace
coincidir acontecimientos y fechas, engarza muertes y de camino nos deja un
poquito más huérfanos de aquellos en los que hallábamos sabiduría y cobijo; la
opción de sobrevivir.
Festejábamos
el Año Dalí, coincidiendo con el 25 aniversario de la muerte del genio, cuando
la tribu supo de la noticia de la muerte del padre. El maestro, el jefe, Manu
Leguineche, moría en un hospital de Madrid. Unos días antes lo había hecho en
México el poeta de la mirada digna, Juan Gelman, y ayer nos dejaba su vecino,
el poeta mexicano José Emilio Pacheco; aquel al que Gelman privó de ser el
mejor poeta de su barrio.
No
me gusta elaborar listas, álbumes o galerías de mis favoritos. Enumerar a
aquellos que de alguna manera con lo que hacen logran remover algo en mi
interior. Sin duda cometería el error de olvidar a más de tres y seguro que
incluiría a alguno que a ojos de cualquiera no merecería figurar al lado de
otros, ni siquiera entre ellos.
Pero
de todos ellos hay algo en mi callejón. Empequeñezco ante el universo de Dalí,
me emboban su obra, su sola existencia, sus neuras,
su obsesión por el tiempo y los lugares en los que habitó y pervive su huella.
Leo y escucho a los que le conocieron y a los que afirman ser expertos en su
obra. Como el pintor Manuel Avedán, que la última vez que coincidimos en
Madrid, hablando del genio de Figueres, me contaba como regresando de Francia
se presentaron en su casa en Port-Lligat y la acogida que Salvador Dalí les
dispensó, lo amable y afectuoso que estuvo. El colega entre colegas, alejado de
los focos y de la representación del personaje tras el que se escondía. Desprovisto
de la máscara del genio creada por el genio.
Y
mamé del magisterio de Leguineche, sin siquiera pertenecer a la tribu. El
periodismo honesto sin concesiones, sin servidumbres y pesebres. Ese periodismo
de antes que ahora aparece con cuentagotas y que sin embargo no se llevaron
consigo y compartieron maestros como Leguineche o Enrique Meneses. Le echamos
la culpa a las nuevas tecnologías para no reconocer que tomamos atajos, nos
volvimos cómodos y acampamos a la sombra del poder. Abrazamos el nuevo periodismo a cambio de
arrinconar al viejo y soñamos con crónicas de países lejanos, menospreciando lo
que acontecía en la calle de al lado. Y ellos, que nos mostraron
cómo vivir y cómo ser periodistas, también nos muestran cómo morir. La dignidad
de una profesión y de una vida.
Como
Gelman.
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