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lunes, 21 de noviembre de 2016

Persecución


Siempre pregunto que porqué correr si nadie te persigue. La realidad es que sé de lo inútil de correr porque hay cosas de las que no se puede escapar. Todos en mayor o menor medida estamos sumidos en una persecución. A mí me persigue una canción: “En cualquier fiesta”, de La Mode. 
Decían que fue premonitoria de lo que pasaría con aquello denominado “Movida madrileña”. No lo sé. A mí siempre me pareció una canción de despedida, un adiós irrevocable. 
Pero siempre vuelve. Puede que porque en el fondo no se acaba de ir, no termina de sonar y está en bucle en algún lugar de mi existencia. Quizás tenga que ver con aquella ‘Persistencia del tiempo’ que plasmara en lienzo el genio Salvador Dalí. Quizás sea ese tiempo perdido sin ser gastado, en letra de Fernando Márquez “El Zurdo”. Quizás sea la derrota sin memoria. O solo la búsqueda sin acierto de respuestas a demasiadas preguntas, de aquel otro tiempo perdido ‘proustiano’ o de aquel destinado a llegar. 
Quizás solo quede la certeza de las cicatrices como mapa contra el olvido en una tierra partida. Y en uno de sus pliegues se oculte una oportunidad para aquellos a los que se les negó una y otra vez el giro de los pies en la pista de baile. 
Recuerdo que en mi casa contaban que cuando era pequeño daba vueltas sin parar cuando oía la música. Como un derviche girando sobre sí mismo con los brazos por encima de la cabeza en busca del éxtasis.
A lo mejor la vida es un baile inconcluso a la espera de una noche cualquiera y una fiesta. Aunque es probable que nunca te inviten a la fiesta y también que si lo hacen no seas más que el convidado de piedra. O el maniquí. Ahí reside el engaño.

¨Las fiestas se dan sobre todo para aquellos a quienes no se invita”, Etienne de Beaumont.

martes, 28 de enero de 2014

El jefe de la tribu y el genio

Hay días en que da la sensación que hubiera sido mejor permanecer en la cama. A sabiendas de que eso no impedirá que ocurra lo que ha de ocurrir. De que no hay escapatoria y no hay escondite ajeno a la realidad, ni siquiera la locura revestida de genialidad o la genialidad aderezada de locura.
El destino, caprichoso para combatir el tedio de la vida y desperezar la rutina, hace coincidir acontecimientos y fechas, engarza muertes y de camino nos deja un poquito más huérfanos de aquellos en los que hallábamos sabiduría y cobijo; la opción de sobrevivir.
Festejábamos el Año Dalí, coincidiendo con el 25 aniversario de la muerte del genio, cuando la tribu supo de la noticia de la muerte del padre. El maestro, el jefe, Manu Leguineche, moría en un hospital de Madrid. Unos días antes lo había hecho en México el poeta de la mirada digna, Juan Gelman, y ayer nos dejaba su vecino, el poeta mexicano José Emilio Pacheco; aquel al que Gelman privó de ser el mejor poeta de su barrio.
No me gusta elaborar listas, álbumes o galerías de mis favoritos. Enumerar a aquellos que de alguna manera con lo que hacen logran remover algo en mi interior. Sin duda cometería el error de olvidar a más de tres y seguro que incluiría a alguno que a ojos de cualquiera no merecería figurar al lado de otros, ni siquiera entre ellos.
Pero de todos ellos hay algo en mi callejón. Empequeñezco ante el universo de Dalí, me emboban su obra, su sola existencia, sus neuras, su obsesión por el tiempo y los lugares en los que habitó y pervive su huella. Leo y escucho a los que le conocieron y a los que afirman ser expertos en su obra. Como el pintor Manuel Avedán, que la última vez que coincidimos en Madrid, hablando del genio de Figueres, me contaba como regresando de Francia se presentaron en su casa en Port-Lligat y la acogida que Salvador Dalí les dispensó, lo amable y afectuoso que estuvo. El colega entre colegas, alejado de los focos y de la representación del personaje tras el que se escondía. Desprovisto de la máscara del genio creada por el genio.
Y mamé del magisterio de Leguineche, sin siquiera pertenecer a la tribu. El periodismo honesto sin concesiones, sin servidumbres y pesebres. Ese periodismo de antes que ahora aparece con cuentagotas y que sin embargo no se llevaron consigo y compartieron maestros como Leguineche o Enrique Meneses. Le echamos la culpa a las nuevas tecnologías para no reconocer que tomamos atajos, nos volvimos cómodos y acampamos a la sombra del poder. Abrazamos el nuevo periodismo a cambio de arrinconar al viejo y soñamos con crónicas de países lejanos, menospreciando lo que acontecía en la calle de al lado. Y ellos, que nos mostraron cómo vivir y cómo ser periodistas, también nos muestran cómo morir. La dignidad de una profesión y de una vida.
Como Gelman.

 

viernes, 19 de marzo de 2010

La persistencia del tiempo

Decía un jefe indio al volver con su tribu después de visitar al gran jefe blanco en Washington que los hombres blancos medían el tiempo y que además tenían una máquina (el reloj) con la que medían el tiempo, ¡como si el tiempo se pudiera medir!
El hombre blanco dejó de mirar a la luna y al sol, le volvió la cara a la madre naturaleza y creyó con una fe inquebrantable que era capaz de medir el tiempo.
Imitó a los dioses, en los que ni siquiera creía, girando la rueda del reloj y adelantando y retrasando sus agujas, como si en su esfera guardase el misterio de la vida y como si pudiera dominarla con un simple movimiento de las yemas de los dedos.
Fragmentó ese tiempo en medidas como el día, la semana, el mes o el año y no contento con ello redujo más las magnitudes a horas, minutos y segundos. Y en mitad de ese éxtasis pretendió hacer girar el mundo al compás del reloj.
Desde entonces hemos perseverado en la creencia. Hemos aprovechado y malgastado el tiempo, hemos sido hombres y mujeres de nuestro tiempo (incluso algunos se han adelantado a su tiempo), hemos buscado el tiempo perdido, nos hemos dejado atrapar por el tiempo… y en meses como éste somos capaces de vivir pendientes de los “hombres del tiempo”.
Sin apenas darnos cuenta logramos que el tiempo se fuera escurriendo entre las manos, ante la incapacidad de retenerlo o siquiera retrasarlo. Preservamos la ilusión de que se paraba en el recuerdo, por lo que estuvimos tentados de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor y que la única vía era declarar la guerra al olvido a través de la persistencia de la memoria.
Debió ser en ese instante cuando las máquinas de medir el tiempo se convirtieron en relojes blandos; pero daba igual, porque como aseguró el genio “lo importante es que señale la hora exacta”; la medida del tiempo.
Imagen: "La persistencia de la memoria" (1931.), Salvador Dalí. Museo Metropolitano de Nueva York.