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lunes, 10 de febrero de 2020

Las telarañas del tiempo

Recordó aquella vez que un viajero contó al amanecer que la serpiente hace inventario al mudar la piel. Con la mirada perdida en algún punto lejano y los ojos envueltos en las telarañas del tiempo corroboraba que vivimos días de incertidumbre. 
Blandía el predicador su biblia al aire, a la espera de esa escucha que va disminuyendo en la misma proporción que aumenta la ocupación del camposanto. Mientras, el cartel amarillento del templo seguía rezando la misma leyenda “Por favor, apaguen el móvil, para hablar con Dios no lo necesitan”. Alguien cerró la puerta, tiró la llave y olvidó regresar. Tan solo permanece el eco de la prédica en clave de lamentos. 
Alzó los ojos al cielo buscando el pájaro en llamas. Apenas logró vislumbrar la serpiente emplumada. No halló respuestas. Entornó los ojos para mirar al sol y pensó que solo ciega la verdad. 
Mirar atrás no ayuda a encontrar el camino, porque los pasos no pueden desandar lo ya andado. Quizás sea tarde para reaprender a mirar. Aún así asoma la cabeza la serpiente, esa que en mayor o menor medida habita en nosotros, e invita a elaborar el inventario de ese tiempo que ya no retornará, de ese camino recorrido. 
No hay que temer al fuego de la vela. Tan solo aceptar el reto del papel. Desnudarse en el lienzo blanco sin necesidad de mudar la piel. Escupir o tragar el veneno. Buscar el sueño definitivo y plácido. Aceptar la derrota por la ausencia de certezas. O mantenerse en pie, preguntando de nuevo. Repitiendo aquellas preguntas que nunca hallaron respuesta. 
La nave zozobraba entre las olas de un mar oscuro que se levanta como aquellos muros de Jericó. Soñó por un instante con un ejército de ángeles, pero estaba solo en el puente de mando, aferrado al timón. Dicen que la brújula siempre señala al Norte, pero ya había perdido el Sur. 
El amanecer borró el rastro. Hay quien afirma haber escuchado el metal de una trompeta. Era tarde. Solo quedaba la camisa de la serpiente secándose al sol y una araña tejiendo la tela del tiempo.

lunes, 9 de diciembre de 2013

El peso de los recuerdos

Lo de mirar atrás no es tan fácil. Y a pesar de ello, hay ocasiones en que cualquiera siente la tentación de volver la mirada hacia el pasado para hacer inventario, como si existiera la posibilidad de cambiar lo acontecido más allá de recrearse en la hipótesis.
Aún peor es vivir estigmatizado por el pasado, lastrando presente y futuro y con el convencimiento de que cualquier tiempo pretérito fue mejor e incluso que es recuperable.
Bien pudiera ser fruto de la inestabilidad mental, social o de cualquier otra índole. Pero lo cierto es que hay existencias hipotecadas por lo vivido; unas que arrastran esa carga y otras, incapaces de sobreponerse a ella.
Transcurren los años y lo vivido se idealiza. Algunas cosas se magnifican y otras se minimizan. Así que pueden llevarse escritas en la frente o marcadas en el corazón o haberse desprendido de ellas sin esfuerzo o con peaje. Da igual, la cuestión se reduce a la creencia de cada uno y esa suele oscilar entre lo inamovible y lo imperceptible.
Es frecuente por tanto no prestar atención o hacer oídos sordos a consejos y sugerencias que, desde la perspectiva y experiencia vital de quien las ofrece, tratan de situar el pasado en su plano óptimo, es decir, donde suma y no resta; o lo que es lo mismo, en donde mirar atrás no implica dificultad, porque para realizar inventario solo hay que echar un vistazo a la mochila virtual de la espalda.
Hay quien quisiera que el peso de los recuerdos, tanto en lo positivo como en lo negativo, fuera menor. Incluso inexistente. Renunciando, consciente o inconscientemente, a una parte de lo vivido. Anhelando ser un pez o quedar atrapado en el tiempo. Sin lograr descifrar aún que pesa más un kilo de plomo o uno de paja (pero con la convicción de que ha de ser el plomo porque si los recuerdos pesan como la paja los dispersa el viento) y sin hallar la balanza que resuelva la duda.

martes, 30 de agosto de 2011

Inventario

Quién no ha hecho alguna vez inventario de los años vividos. Recuento de logros y fracasos, de renuncias y de sueños perdidos. Quién no vaciló ante el desequilibrio entre las columnas del haber y el debe del imaginario balance de esos años.

Inventariar es mirar hacia atrás. Sopesar el equipaje. Rebuscar. Quizás esperando encontrar más de lo que se halla o simplemente haciendo un somero repaso de lo vivido; minucioso y frío como un acta notarial o desmesurado como el relato de un soñador.

Hay en cada inventario una anotación de aciertos y errores. De modo que se aspira a aprender de lo fallido, para no repetirlo, y se anhela al menos igualar el tino. Pero el inventario es sinónimo de lo vivido. Del pasado. De modo que no hay forma de saber cómo será el inventario futuro.