Lo
de mirar atrás no es tan fácil. Y a pesar de ello, hay ocasiones en que
cualquiera siente la tentación de volver la mirada hacia el pasado para hacer
inventario, como si existiera la posibilidad de cambiar lo acontecido más allá
de recrearse en la hipótesis.
Aún
peor es vivir estigmatizado por el pasado, lastrando presente y futuro y con el
convencimiento de que cualquier tiempo pretérito fue mejor e incluso que es
recuperable.
Bien
pudiera ser fruto de la inestabilidad mental, social o de cualquier otra índole.
Pero lo cierto es que hay existencias hipotecadas por lo vivido; unas que
arrastran esa carga y otras, incapaces de sobreponerse a ella.
Transcurren
los años y lo vivido se idealiza. Algunas cosas se magnifican y otras se
minimizan. Así que pueden llevarse escritas en la frente o marcadas en el
corazón o haberse desprendido de ellas sin esfuerzo o con peaje. Da igual, la
cuestión se reduce a la creencia de cada uno y esa suele oscilar entre lo
inamovible y lo imperceptible.
Es
frecuente por tanto no prestar atención o hacer oídos sordos a consejos y
sugerencias que, desde la perspectiva y experiencia vital de quien las ofrece, tratan
de situar el pasado en su plano óptimo, es decir, donde suma y no resta; o lo
que es lo mismo, en donde mirar atrás no implica dificultad, porque para
realizar inventario solo hay que echar un vistazo a la mochila virtual de la
espalda.
Hay
quien quisiera que el peso de los recuerdos, tanto en lo positivo como en lo
negativo, fuera menor. Incluso inexistente. Renunciando, consciente o
inconscientemente, a una parte de lo vivido. Anhelando ser un pez o quedar
atrapado en el tiempo. Sin
lograr descifrar aún que pesa más un kilo de plomo o uno de paja (pero con la
convicción de que ha de ser el plomo porque si los recuerdos pesan como la paja
los dispersa el viento) y sin hallar la balanza que resuelva la duda.
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