Podría decir que he encontrado laboro, pero sería faltar a la verdad. En realidad ha sido el laboro el que me ha encontrado a mí. Abandono la fila de los desheredados y en estos tiempos tan difíciles y enredados es tal la zozobra, que es complicado saber si uno va a favor de la corriente o contracorriente.
Este abandono, espero que esta vez más duradero, podría parecer una deserción, pero en realidad es el deseo de cualquiera de los que ocupan lugar en esta fila, que por desgracia no todos pueden alcanzar. Y es eso precisamente lo que me hace no perder de vista a aquellos desheredados que permanecerán en la fila.
Comprendo su angustia, esa sensación que te atenaza por momentos y de forma muy especial en la soledad consciente de la noche. Esa misma angustia que ahora siento lejos, como si se hubiera exilado instantáneamente de mi vida.
Recuerdo lo que se siente cuando las dudas derrotan a las certezas, incluso a costa del propio conocimiento. Aún ahora podría dibujar los límites del territorio de la esperanza. Y tampoco he olvidado cómo se abre la puerta de la desesperación, sin necesidad de llave y con apenas un suave empujón.
Hoy gozo de privilegio por tener laboro, un privilegio que debía compartirse con cualquier persona con ganas trabajar y que sin embargo hoy se distancia del derecho para convertirse casi en quimera. Sin término medio paso de la nada al todo. Y esa fortuna es completa porque he regresado a Baeza.
Cada mañana, de nuevo, me permito disfrutar de mi capricho, de esos dos paseos a primera hora de la mañana y al mediodía. Llego caminando a la plaza del Pópulo, acaricio con la mirada la Fuente de los Leones, subo con un inusitado trote juvenil los escalones de la calle Escalerillas, enfilo la cuesta de San Gil para girar a la izquierda y flanqueado por los cipreses alcanzar la plaza de Santa María para buscar por encima de la copa de los árboles frente a la fuente la torre de la Catedral. Contemplo las piedras y siento las piedras como testigos y depositarias del legado del tiempo. Pienso en Machado, profesor y poeta en este vergel de luna y olivos, caminando por estas mismas calles. Atravieso las puertas de cristal del Antiguo Seminario y bajo hasta la cafetería donde esperan las samaritanas para darme esa primera conversación del día y una taza de café caliente.
He abandonado la fila y ésta es mi heredad.
Este abandono, espero que esta vez más duradero, podría parecer una deserción, pero en realidad es el deseo de cualquiera de los que ocupan lugar en esta fila, que por desgracia no todos pueden alcanzar. Y es eso precisamente lo que me hace no perder de vista a aquellos desheredados que permanecerán en la fila.
Comprendo su angustia, esa sensación que te atenaza por momentos y de forma muy especial en la soledad consciente de la noche. Esa misma angustia que ahora siento lejos, como si se hubiera exilado instantáneamente de mi vida.
Recuerdo lo que se siente cuando las dudas derrotan a las certezas, incluso a costa del propio conocimiento. Aún ahora podría dibujar los límites del territorio de la esperanza. Y tampoco he olvidado cómo se abre la puerta de la desesperación, sin necesidad de llave y con apenas un suave empujón.
Hoy gozo de privilegio por tener laboro, un privilegio que debía compartirse con cualquier persona con ganas trabajar y que sin embargo hoy se distancia del derecho para convertirse casi en quimera. Sin término medio paso de la nada al todo. Y esa fortuna es completa porque he regresado a Baeza.
Cada mañana, de nuevo, me permito disfrutar de mi capricho, de esos dos paseos a primera hora de la mañana y al mediodía. Llego caminando a la plaza del Pópulo, acaricio con la mirada la Fuente de los Leones, subo con un inusitado trote juvenil los escalones de la calle Escalerillas, enfilo la cuesta de San Gil para girar a la izquierda y flanqueado por los cipreses alcanzar la plaza de Santa María para buscar por encima de la copa de los árboles frente a la fuente la torre de la Catedral. Contemplo las piedras y siento las piedras como testigos y depositarias del legado del tiempo. Pienso en Machado, profesor y poeta en este vergel de luna y olivos, caminando por estas mismas calles. Atravieso las puertas de cristal del Antiguo Seminario y bajo hasta la cafetería donde esperan las samaritanas para darme esa primera conversación del día y una taza de café caliente.
He abandonado la fila y ésta es mi heredad.