Cuando
se habla de traficar la persona que escucha o lee activa un mecanismo de forma
consciente o inconsciente que la pone en guardia respecto a quien habla o
escribe y a la par alerta sus prejuicios, identificando automáticamente ese
tráfico con algo sucio, ilegal y pernicioso.
La
escritora Carmen Riera, que ocupa el Sillón n de la Real Academia de la Lengua,
confiesa ser una “traficante de palabras” (El
País, 30 de abril de 2012). Una
confesión que sin duda alberga una dosis de osadía y otra de provocación y que
en una sociedad como la actual marcada por los recortes en cualquier ámbito,
incluidos los valores éticos, causa más temor y rechazo que una declaración
pública de dedicarse al tráfico de capitales, drogas o armas.
Y
por si esa confesión abierta de la escritora no bastara para despertar
sospechas, afirma también que "Lo que no te da la vida te lo dan los
libros, sobre todo si los escribes. Vives y piensas en dos vidas, la tuya y la
del libro". Es decir, que al tabú de las palabras une otros elementos sospechosos
como los libros y conceptos tan preocupantes y peligrosos como vivir, pensar y escribir.
Una
actitud a todas luces beligerante y merecedora de una tipificación legal
acorde, que la equipare al menos con la persecución legal a la protesta pública
pasiva y que garantice el castigo para quienes como Carmen Riera utilicen la
palabra sin tapujos, conscientes de sus acepciones y dándoles el uso adecuado;
es decir, lo contrario, por ejemplo, de la habitual práctica lingüística del
ministro de Hacienda y Administraciones Públicas.
Para
los que rechazan la vida ligada a la capacidad individual de pensar, no existe
mayor subversión que la palabra. La que nace de la reflexión y se emplea para
argumentar, con la que se construye frente a aquellos que optan por la
demolición. Y por tanto, no hay persecución más justificada que la de los camellos de la palabra y alijo más gratificante
que un cargamento de palabras puras, sin adulterar y listas para su consumo. Y
por supuesto, no hay personas más sospechosas y peligrosas que aquellas que en
prosa o verso lanzan como dardos certeros sus palabras.
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