Ofrece el Museo Nacional del Prado hasta el 25 de marzo de 2012 una muestra del arte del Museo Estatal de Hermitage. Primero fue el museo ruso con nombre francés¹ el que ofreció en San Petersburgo una selección de las obras del museo de Madrid, “El Prado en el Hermitage”, coincidiendo con la celebración del Año Dual España-Rusia en 2011, y por la que pasaron más de 630.000 visitantes, del 25 de febrero al 29 de mayo de este año.
Ahora, en el turno español, “El Hermitage en el Prado”, pueden contemplarse en la pinacoteca madrileña alrededor de 180 obras de arte: piezas de arqueología, joyas, artes decorativas, pinturas y esculturas, desde el siglo V a.C. hasta el siglo XX; de autores como Durero, Velázquez, Tiziano, Caravaggio, Rembrandt, Ingres, Monet, Picasso, Kandinsky, Rubens, Ribera, Malevich, Bernini, Canova o Rodin.
Visité esta exposición en El Prado el último fin de semana de noviembre, y al margen de las obras expuestas, que agotarían los adjetivos para calificarlas, me llamaron la atención dos cuestiones: la ausencia de niños y jóvenes en las dos salas donde se exponían los obras del Hermitage y la aglomeración de público frente a las obras más conocidas o promocionadas, como Tañedor de laúd, de Caravaggio (elegida como imagen de la exposición en Madrid), El estanque en Motgeron, de Monet, o El almuerzo, de Velázquez, mientras que otras como San Sebastián curado por las santas mujeres, de José de Ribera, Retrato de un estudioso, de Rembrandt, o El cuadrado negro, de Malevich, apenas concitaban interés. Del mismo modo, me llamó la atención el interés y los comentarios generados por las joyas, excepcionales sin duda, y la poca atención que se prestaba a las esculturas presentes en la exposición, por otra parte también excepcionales.
Ambas cuestiones me llevaron a plantearme nuestras carencias educativas. Afirma Francisco Calvo Serraller, en su Breve historia del Museo del Prado², que “la clave distintiva de nuestros museos, respecto a todos los precedentes de los siglos anteriores, consiste no sólo en su carácter público, sino, consecuentemente, en su finalidad educativa”. También subraya que “el nuevo Estado consideraba la educación y la cultura instrumentos primordiales para combatir la desigualdad social heredada, por lo que trató de que se universalizasen empleando todos los medios a su alcance”. Y añade que “aunque las obras de arte, por su naturaleza suntuaria, resultaban comparativamente más difíciles de democratizar, los poderes públicos también se empeñaron en su promoción social a través precisamente de los museos”.
Es indudable que el Museo del Prado, así como otros museos situados en distintos puntos de la geografía española, cumplen sobradamente esa finalidad educativa, incluso con programas específicos destinados a acercar el arte a niños y jóvenes. Por lo que esa carencia hay que situarla estrictamente en los ámbitos de la educación y la enseñanza o lo que es lo mismo, en los hogares y las escuelas.
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Ahora, en el turno español, “El Hermitage en el Prado”, pueden contemplarse en la pinacoteca madrileña alrededor de 180 obras de arte: piezas de arqueología, joyas, artes decorativas, pinturas y esculturas, desde el siglo V a.C. hasta el siglo XX; de autores como Durero, Velázquez, Tiziano, Caravaggio, Rembrandt, Ingres, Monet, Picasso, Kandinsky, Rubens, Ribera, Malevich, Bernini, Canova o Rodin.
Visité esta exposición en El Prado el último fin de semana de noviembre, y al margen de las obras expuestas, que agotarían los adjetivos para calificarlas, me llamaron la atención dos cuestiones: la ausencia de niños y jóvenes en las dos salas donde se exponían los obras del Hermitage y la aglomeración de público frente a las obras más conocidas o promocionadas, como Tañedor de laúd, de Caravaggio (elegida como imagen de la exposición en Madrid), El estanque en Motgeron, de Monet, o El almuerzo, de Velázquez, mientras que otras como San Sebastián curado por las santas mujeres, de José de Ribera, Retrato de un estudioso, de Rembrandt, o El cuadrado negro, de Malevich, apenas concitaban interés. Del mismo modo, me llamó la atención el interés y los comentarios generados por las joyas, excepcionales sin duda, y la poca atención que se prestaba a las esculturas presentes en la exposición, por otra parte también excepcionales.
Ambas cuestiones me llevaron a plantearme nuestras carencias educativas. Afirma Francisco Calvo Serraller, en su Breve historia del Museo del Prado², que “la clave distintiva de nuestros museos, respecto a todos los precedentes de los siglos anteriores, consiste no sólo en su carácter público, sino, consecuentemente, en su finalidad educativa”. También subraya que “el nuevo Estado consideraba la educación y la cultura instrumentos primordiales para combatir la desigualdad social heredada, por lo que trató de que se universalizasen empleando todos los medios a su alcance”. Y añade que “aunque las obras de arte, por su naturaleza suntuaria, resultaban comparativamente más difíciles de democratizar, los poderes públicos también se empeñaron en su promoción social a través precisamente de los museos”.
Es indudable que el Museo del Prado, así como otros museos situados en distintos puntos de la geografía española, cumplen sobradamente esa finalidad educativa, incluso con programas específicos destinados a acercar el arte a niños y jóvenes. Por lo que esa carencia hay que situarla estrictamente en los ámbitos de la educación y la enseñanza o lo que es lo mismo, en los hogares y las escuelas.
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