Cargan con casi una vida a la espalda. Llevan a cuestas su experiencia individual y parte de la colectiva. Casi arrastrándolas con sus pasos cortos, ayudados por bastones, andadores o sillas de ruedas o colgados de brazos remunerados llegados del otro lado del Atlántico.
En algunos barrios, en los cuales han vivido muchos años de esa vida, forma parte del paisaje urbano. Entremezclados con el trazado de las calles, sentados en los bancos de calles y plazas y cursando pausada visita a las tiendas de siempre; a esas que han sobrevivido al paso de los años como ellos y por las que han pasado varias generaciones de una familia.
En algunos barrios, en los cuales han vivido muchos años de esa vida, forma parte del paisaje urbano. Entremezclados con el trazado de las calles, sentados en los bancos de calles y plazas y cursando pausada visita a las tiendas de siempre; a esas que han sobrevivido al paso de los años como ellos y por las que han pasado varias generaciones de una familia.
Demasiadas veces se cruzan en el camino y ni siquiera se les presta atención o apenas alcanzan a recibir una mirada compasiva, de quienes son conscientes de que la vejez es el común futuro, o de desprecio, por parte de aquellos inconscientes convencidos de que a ellos no han de abandonarles ni juventud, ni facultades.
Un día, de repente, echamos en falta a uno de ellos. Y recordamos vagamente que casi de forma imperceptible hemos sido testigos de su ocaso; como su paso se hizo aún más lento, como cada vez era menos frecuente verle doblar la esquina y enfilar la calle… Simplemente, dejó de estar. De ser. Y sin quererlo, sin adquirir plena consciencia de ello, tomamos privilegiadamente su relevo. Cómplices de su postrimería.
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