En cualquier casa hay un jarrón u otros objetos de decoración considerados horrorosos, obsequio de algún familiar o allegado cuyo gusto poco o nada tiene que ver con el nuestro y que evidencia un absoluto desconocimiento sobre nuestras preferencias estéticas.
Los más atrevidos se desprenden del regalo cuando aún retumba el sonido de la puerta al cerrarse tras los obsequiosos visitantes. El resto suele mantener el objeto en un lugar más o menos irrelevante y a ser posible algo escondido de la casa, hasta el día en que por fin se deshacen de él. En ambos casos, el destino del objeto es el mismo: su destierro de nuestras vidas.
En este país, cada cierto tiempo, nos obsequian con uno de esos jarrones chinos. A algunos les parece una pieza de gran valor, una antigüedad de la dinastía Ming, digna de exhibirse en salones propios y extraños Y a otros les parece que la pieza en cuestión ni siquiera es de porcelana y que si no contribuyeron a su instalación en la casa madre en su época de máximo esplendor, fuera de loza o porcelana, ahora desalojado de ella no lo quieren ni ver. Pero da igual, porque el proceso implica la petición de opinión en la elección y la ausencia de ella en la posterior adjudicación, ambas con carácter general.
Vivimos con el jarrón ubicado en nuestras casas, sin prestarle demasiada atención, hasta que adquiere vida propia y se hace notar, convencido de que habita aún en la casa madre y continúa su tiempo de esplendor.
No podemos ponerle una tapa en su amplia boca, porque podría ser interpretado como un acto de censura. Y tampoco podemos trasladarlo, porque esté donde esté ubicado cada cierto tiempo se hará notar. Así que objetivamente, salvo para los extasiados con el jarrón, aquellos que aclaman su presencia y anhelan su retorno, sólo quedan 3 opciones: el balonazo infantil, el tropezón descuidado o el martillazo consciente; con una misma finalidad, romper el jarrón, para que con nombre y apellidos desaparezca de nuestras vidas.
Los más atrevidos se desprenden del regalo cuando aún retumba el sonido de la puerta al cerrarse tras los obsequiosos visitantes. El resto suele mantener el objeto en un lugar más o menos irrelevante y a ser posible algo escondido de la casa, hasta el día en que por fin se deshacen de él. En ambos casos, el destino del objeto es el mismo: su destierro de nuestras vidas.
En este país, cada cierto tiempo, nos obsequian con uno de esos jarrones chinos. A algunos les parece una pieza de gran valor, una antigüedad de la dinastía Ming, digna de exhibirse en salones propios y extraños Y a otros les parece que la pieza en cuestión ni siquiera es de porcelana y que si no contribuyeron a su instalación en la casa madre en su época de máximo esplendor, fuera de loza o porcelana, ahora desalojado de ella no lo quieren ni ver. Pero da igual, porque el proceso implica la petición de opinión en la elección y la ausencia de ella en la posterior adjudicación, ambas con carácter general.
Vivimos con el jarrón ubicado en nuestras casas, sin prestarle demasiada atención, hasta que adquiere vida propia y se hace notar, convencido de que habita aún en la casa madre y continúa su tiempo de esplendor.
No podemos ponerle una tapa en su amplia boca, porque podría ser interpretado como un acto de censura. Y tampoco podemos trasladarlo, porque esté donde esté ubicado cada cierto tiempo se hará notar. Así que objetivamente, salvo para los extasiados con el jarrón, aquellos que aclaman su presencia y anhelan su retorno, sólo quedan 3 opciones: el balonazo infantil, el tropezón descuidado o el martillazo consciente; con una misma finalidad, romper el jarrón, para que con nombre y apellidos desaparezca de nuestras vidas.
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