Afirma el escritor Luis Landero, en “El País”, del viernes, 22 de abril de 2011, que “quién está en una librería está en realidad en el centro del mundo. Porque el centro del mundo está en una librería”. Y al leerlo, no pude evitar recordar aquella secuencia de la película “Al rojo vivo”, con un James Cagney subido en lo más alto de un depósito de combustible y gritando “Mamí, lo conseguí, mírame, estoy en la cima del mundo”.
Ignoro la distancia que hay entre la cima y el centro del mundo. Y me pregunto cuántos libros se necesitarían para cubrir los kilómetros de distancia entre ambos puntos. A sabiendas de que la respuesta es uno. Basta un solo libro para cubrir esa y cualquier distancia. Y basta un solo libro para encerrar entre sus tapas la cima y el centro del mundo.
Por ello es lógico contemplar una librería como el epicentro del mundo. Y también como un universo donde tienen cabida el resto de mundos reales y ficticios.
“La isla misteriosa” y “Miguel Strogoff”, ambos de Julio Verne, y “La isla del tesoro”, de Robert Louis Stevenson, fueron los primeros libros que recuerdo más allá de los cuentos infantiles. Una puerta abierta para acceder a otros mundos, aparentemente lejanos, pero que gracias a esos libros cabían en mi habitación y me acompañaban simplemente con portar el libro y abrirlo para leer las palabras encerradas en sus páginas. Y que sin duda, junto al cine y a la música, contribuyeron a configurar mi propio universo.
Hay quien como Cagney busca alcanzar la cima del mundo y hay quien sólo alberga curiosidad por conocer cómo es su centro. Todo está en los libros. Pero además del tacto del papel y de leer las palabras escritas en él necesitamos comunicarnos y relacionarnos con otras personas. Aunque sea nada más que para contarles lo leído en un libro.
Cuentan que leer y viajar abren la mente. Es fácil por tanto suponer lo placentero que es viajar al “centro del mundo” y perderse entre estantes, acariciando con la mirada los lomos y las cubiertas de los libros. Contemplando un mundo al alcance de la mano.
Ignoro la distancia que hay entre la cima y el centro del mundo. Y me pregunto cuántos libros se necesitarían para cubrir los kilómetros de distancia entre ambos puntos. A sabiendas de que la respuesta es uno. Basta un solo libro para cubrir esa y cualquier distancia. Y basta un solo libro para encerrar entre sus tapas la cima y el centro del mundo.
Por ello es lógico contemplar una librería como el epicentro del mundo. Y también como un universo donde tienen cabida el resto de mundos reales y ficticios.
“La isla misteriosa” y “Miguel Strogoff”, ambos de Julio Verne, y “La isla del tesoro”, de Robert Louis Stevenson, fueron los primeros libros que recuerdo más allá de los cuentos infantiles. Una puerta abierta para acceder a otros mundos, aparentemente lejanos, pero que gracias a esos libros cabían en mi habitación y me acompañaban simplemente con portar el libro y abrirlo para leer las palabras encerradas en sus páginas. Y que sin duda, junto al cine y a la música, contribuyeron a configurar mi propio universo.
Hay quien como Cagney busca alcanzar la cima del mundo y hay quien sólo alberga curiosidad por conocer cómo es su centro. Todo está en los libros. Pero además del tacto del papel y de leer las palabras escritas en él necesitamos comunicarnos y relacionarnos con otras personas. Aunque sea nada más que para contarles lo leído en un libro.
Cuentan que leer y viajar abren la mente. Es fácil por tanto suponer lo placentero que es viajar al “centro del mundo” y perderse entre estantes, acariciando con la mirada los lomos y las cubiertas de los libros. Contemplando un mundo al alcance de la mano.
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