El horizonte era una línea que dividía en desiguales partes el cielo y el suelo. Se contemplaba desde un punto lejano con los ojos abiertos o entreabiertos, para evitar el reflejo del sol o su luz directa de forma que no impidiera su contemplación y no tener que utilizar la mano a modo de visera.
Pero además el horizonte era el futuro. Algo que se contemplaba indistintamente con los ojos abiertos o cerrados. Una imagen que tenía que ver más con el mundo de los sueños que con la realidad, aunque en algunos casos ese sueño acabara convirtiéndose en el presente de los ensoñadores.
Aunque nunca faltó quien creyera en el destino y por tanto, en una existencia predestinada, siempre hubo muchos más que dejaron volar imaginación y deseo para soñar aquel tiempo venidero. Y como todo sueño, lo bueno era que cada día se podía vivir uno nuevo, de modo que el futuro estaba por escribir y en él podían imaginarse una y mil vidas o lo que es lo mismo, la posibilidad de desear cada día ser alguien distinto y alcanzar el éxito en tal consecución.
Como cualquier sueño el del futuro no podía ser arrebatado, porque aunque los años y el propio flujo de la vida nos deparara una realidad distinta a la soñada, nadie podía privarnos del momento en que el futuro era soñado.
Hasta hoy, en que los heraldos negros, los salvapatrias y demás especímenes indignos de mención han decidido borrar la línea del horizonte y privarnos de su contemplación con los ojos abiertos o cerrados. Cuando han lanzado una opa hostil desde oscuros y abstractos mercados a la capacidad de soñar y han optado por negarnos el pan y la sal que alimentan el espíritu, con la indisimulada esperanza de encadenar no sólo los cuerpos, sino también las mentes.Miramos sin ver el horizonte. Real o imaginario. Paralizados por el miedo, renunciamos a creer que tras el velo desplegado ante nosotros pueda permanecer ese horizonte tantas veces contemplado. E incluso negamos la posibilidad de que un soñador enarbole un pincel para dibujar una línea horizontal, que separe de nuevo cielo y suelo y nos permita ver, indistintamente, con los ojos abiertos o cerrados.
Pero además el horizonte era el futuro. Algo que se contemplaba indistintamente con los ojos abiertos o cerrados. Una imagen que tenía que ver más con el mundo de los sueños que con la realidad, aunque en algunos casos ese sueño acabara convirtiéndose en el presente de los ensoñadores.
Aunque nunca faltó quien creyera en el destino y por tanto, en una existencia predestinada, siempre hubo muchos más que dejaron volar imaginación y deseo para soñar aquel tiempo venidero. Y como todo sueño, lo bueno era que cada día se podía vivir uno nuevo, de modo que el futuro estaba por escribir y en él podían imaginarse una y mil vidas o lo que es lo mismo, la posibilidad de desear cada día ser alguien distinto y alcanzar el éxito en tal consecución.
Como cualquier sueño el del futuro no podía ser arrebatado, porque aunque los años y el propio flujo de la vida nos deparara una realidad distinta a la soñada, nadie podía privarnos del momento en que el futuro era soñado.
Hasta hoy, en que los heraldos negros, los salvapatrias y demás especímenes indignos de mención han decidido borrar la línea del horizonte y privarnos de su contemplación con los ojos abiertos o cerrados. Cuando han lanzado una opa hostil desde oscuros y abstractos mercados a la capacidad de soñar y han optado por negarnos el pan y la sal que alimentan el espíritu, con la indisimulada esperanza de encadenar no sólo los cuerpos, sino también las mentes.Miramos sin ver el horizonte. Real o imaginario. Paralizados por el miedo, renunciamos a creer que tras el velo desplegado ante nosotros pueda permanecer ese horizonte tantas veces contemplado. E incluso negamos la posibilidad de que un soñador enarbole un pincel para dibujar una línea horizontal, que separe de nuevo cielo y suelo y nos permita ver, indistintamente, con los ojos abiertos o cerrados.
Imagen: Viñeta de El Roto, publicada el 31 de marzo de 2012 en El País.
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