Descubro en un libro sobre Miguel Hernández (“La
luz que no cesa. Miguel Hernández: su obra y su singular proceso de creación”,
publicado por la UNIA y coordinado por el Colectivo Surcos de Poesía) las
acuarelas de Ángeles de la Torre.
Una obra en la que predominan los colores azul y
tierra. Pigmentos añil y terrosos que me llevan a ambas orillas del
Mediterráneo, a la costa andaluza y al otro lado del Estrecho, y me traen
recuerdos de enclaves en la costa tunecina.
Y sin embargo, el contenido de estas acuarelas, más
allá de esa gama cromática, se adentra en el universo poético de Miguel
Hernández y nos lleva, como los versos del poeta, tierra adentro.
Árboles, palomas, espigas de trigo, fósiles,
cuerpos desnudos y también lunas, toros, casas y reptiles dibujan las palabras
del poeta. Acuarelas que van más allá de la ilustración para convertirse en
poemas visuales. La semilla de las letras floreciendo en imágenes.
No es fácil recrear el proceso creativo, el camino
recorrido del verso al pincel. Un itinerario paralelo o divergente que nace y
muere en el papel y que transforma la grafía por medio de la pintura en un
mundo propio e íntimo de la acuarelista, pero inequívocamente ligado y
complementario a ese otro mundo también propio e íntimo del malogrado poeta de
Orihuela.
El añil es lágrimas, agua, cielo, y la tierra, origen
y fin; como el papel en blanco, en el que las palabras son el lazarillo que nos
abre la puerta y nos guía por ese mundo y las acuarelas, una forma de
recrearlo. Y ambas, palabras y acuarelas, nos recuerdan el doble valor de algunos libros como continente y por lo que albergan sus páginas.
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