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miércoles, 28 de mayo de 2014

El reflejo involuntario

 
En la ciudad que habito debuta la próxima semana un joven pintor, Luis Alberto Delgado, con su exposición “El reflejo involuntario”. Por esas cosas inescrutables de la vida, aunque lleva unos años fuera dedicado a los estudios de Bellas Artes, es vecino mío. Circunstancia en apariencia baladí, que no lo es tal, porque precisamente esa vecindad me ha permitido conocer parte de la obra que expondrá al público.
El artista ha escogido la acuarela para trasladar al lienzo su universo interior, el universo exterior y la interpretación que de ambos realiza. Porque la creación es eso y la forma de mirar con los ojos y con la mente esos mundos abstractos y reales en los que confluimos.
Y él mira a lo grande. Porque frente al formato reducido por el que suelen optar los acuarelistas, este artista se ha aventurado en los lienzos de grandes dimensiones. Igual que lo hiciera otro pintor de esta tierra, Santiago Ydañez, con sus óleos.
Decía Shitao, un pintor japonés del siglo XVII, que “la tinta, al impregnar el pincel, lo dota del alma; el pincel, al utilizar la tinta, la dota de espíritu”.
Y quizás esos sean otros de los pigmentos vitales necesarios en todo proceso creativo y que nos sitúan frente al lienzo en condiciones de igualdad; irreal porque siempre uno está en desigualdad ante el talento expresado en la tela, pero factible porque son elementos que forman parte de nuestro mismo lenguaje visual y emotivo. Cuando se pinta con el corazón, ya sea desde la desazón o desde la euforia, es más fácil tocar el corazón de aquellos que desde el otro lado del lienzo lo contemplan, empequeñecidos por sus dimensiones pero identificados, certera o erróneamente, con el alma y el espíritu del que lo dotaron pinceles y acuarelas.
En los hombres y mujeres creados y apresados por el artista en la tela, reconocemos existencias propias y ajenas y hallamos en la profundidad de las miradas nuestra propia mirada. Ese hilo invisible que une por un instante la figura inerte del lienzo con aquella otra figura contemplativa situada frente a él y traza las líneas del espacio donde se produce el reflejo involuntario; el ángulo donde por un momento lo real y lo ficticio confluyen, primero para confundirse y para ser uno luego.

domingo, 22 de abril de 2012

Acuarelas en verso

Descubro en un libro sobre Miguel Hernández (“La luz que no cesa. Miguel Hernández: su obra y su singular proceso de creación”, publicado por la UNIA y coordinado por el Colectivo Surcos de Poesía) las acuarelas de Ángeles de la Torre.
Una obra en la que predominan los colores azul y tierra. Pigmentos añil y terrosos que me llevan a ambas orillas del Mediterráneo, a la costa andaluza y al otro lado del Estrecho, y me traen recuerdos de enclaves en la costa tunecina.
Y sin embargo, el contenido de estas acuarelas, más allá de esa gama cromática, se adentra en el universo poético de Miguel Hernández y nos lleva, como los versos del poeta, tierra adentro.
Árboles, palomas, espigas de trigo, fósiles, cuerpos desnudos y también lunas, toros, casas y reptiles dibujan las palabras del poeta. Acuarelas que van más allá de la ilustración para convertirse en poemas visuales. La semilla de las letras floreciendo en imágenes.
No es fácil recrear el proceso creativo, el camino recorrido del verso al pincel. Un itinerario paralelo o divergente que nace y muere en el papel y que transforma la grafía por medio de la pintura en un mundo propio e íntimo de la acuarelista, pero inequívocamente ligado y complementario a ese otro mundo también propio e íntimo del malogrado poeta de Orihuela.
El añil es lágrimas, agua, cielo, y la tierra, origen y fin; como el papel en blanco, en el que las palabras son el lazarillo que nos abre la puerta y nos guía por ese mundo y las acuarelas, una forma de recrearlo. Y ambas, palabras y acuarelas, nos recuerdan el doble valor de algunos libros como continente y por lo que albergan sus páginas.