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miércoles, 28 de mayo de 2014

El reflejo involuntario

 
En la ciudad que habito debuta la próxima semana un joven pintor, Luis Alberto Delgado, con su exposición “El reflejo involuntario”. Por esas cosas inescrutables de la vida, aunque lleva unos años fuera dedicado a los estudios de Bellas Artes, es vecino mío. Circunstancia en apariencia baladí, que no lo es tal, porque precisamente esa vecindad me ha permitido conocer parte de la obra que expondrá al público.
El artista ha escogido la acuarela para trasladar al lienzo su universo interior, el universo exterior y la interpretación que de ambos realiza. Porque la creación es eso y la forma de mirar con los ojos y con la mente esos mundos abstractos y reales en los que confluimos.
Y él mira a lo grande. Porque frente al formato reducido por el que suelen optar los acuarelistas, este artista se ha aventurado en los lienzos de grandes dimensiones. Igual que lo hiciera otro pintor de esta tierra, Santiago Ydañez, con sus óleos.
Decía Shitao, un pintor japonés del siglo XVII, que “la tinta, al impregnar el pincel, lo dota del alma; el pincel, al utilizar la tinta, la dota de espíritu”.
Y quizás esos sean otros de los pigmentos vitales necesarios en todo proceso creativo y que nos sitúan frente al lienzo en condiciones de igualdad; irreal porque siempre uno está en desigualdad ante el talento expresado en la tela, pero factible porque son elementos que forman parte de nuestro mismo lenguaje visual y emotivo. Cuando se pinta con el corazón, ya sea desde la desazón o desde la euforia, es más fácil tocar el corazón de aquellos que desde el otro lado del lienzo lo contemplan, empequeñecidos por sus dimensiones pero identificados, certera o erróneamente, con el alma y el espíritu del que lo dotaron pinceles y acuarelas.
En los hombres y mujeres creados y apresados por el artista en la tela, reconocemos existencias propias y ajenas y hallamos en la profundidad de las miradas nuestra propia mirada. Ese hilo invisible que une por un instante la figura inerte del lienzo con aquella otra figura contemplativa situada frente a él y traza las líneas del espacio donde se produce el reflejo involuntario; el ángulo donde por un momento lo real y lo ficticio confluyen, primero para confundirse y para ser uno luego.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Paisaje de la vida

Los hospitales, los tanatorios y los cementerios forman parte del paisaje. En ocasiones pasamos junto a ellos como si no existieran o como si tratáramos de hacer que no existen. Nadie dice que tengan que gustarnos. Pero al contemplar ese paisaje están ahí, como un elemento más de ese enorme y desproporcionado lienzo que es la vida.
A lo largo de esa vida, la mirada varía y de la curiosidad y la ingenuidad infantil pasamos a verlos como algo inevitablemente unido a la muerte. Son los mismos ojos, pero el conocimiento, la experiencia, el transcurrir de los años nos confunden y aunque esos elementos del paisaje son los mismos, creemos que los vemos de forma distinta. Y no es cierto. Lo que cambia es nuestra percepción sobre ellos.
Hace unos años, un amigo de más edad que yo ya me puso sobre aviso, a partir de ahora me dijo esto es lo que te espera. Esta semana, otro amigo corroboraba la certeza, cada vez vamos a menos bautizos y bodas y visitamos con más frecuencia el tanatorio.
Y esas despedidas, hasta que llega la propia que a los efectos y pese a los egos es la menos dolorosa, son una forma de aprendizaje; en la que asumimos distintos roles, dependiendo de nuestra relación con esos nuevos pasajeros de Caronte. Sin embargo, cada una de esas despedidas supone una reflexión, individual o compartida, sobre el significado de la vida y sobre cómo vivimos. Nuestra propia dinámica, las prisas que hoy marcan las vidas de las sociedades occidentales, nos impiden creer en el resultado de esa reflexión y por supuesto, su aplicación es una mera utopía.
Noviembre, en su despuntar, es el mes de la muerte. Y esa celebración, ese culto, paradójicamente, supera al de la vida. La irreflexión y el culto a la muerte son pinturas de la paleta con que se pinta ese paisaje de la vida; aunque me temo que no aportan al lienzo más colores que el gris y el negro.