Los hospitales, los tanatorios y los cementerios forman parte del paisaje. En ocasiones pasamos junto a ellos como si no existieran o como si tratáramos de hacer que no existen. Nadie dice que tengan que gustarnos. Pero al contemplar ese paisaje están ahí, como un elemento más de ese enorme y desproporcionado lienzo que es la vida.
A lo largo de esa vida, la mirada varía y de la curiosidad y la ingenuidad infantil pasamos a verlos como algo inevitablemente unido a la muerte. Son los mismos ojos, pero el conocimiento, la experiencia, el transcurrir de los años nos confunden y aunque esos elementos del paisaje son los mismos, creemos que los vemos de forma distinta. Y no es cierto. Lo que cambia es nuestra percepción sobre ellos.
Hace unos años, un amigo de más edad que yo ya me puso sobre aviso, a partir de ahora me dijo esto es lo que te espera. Esta semana, otro amigo corroboraba la certeza, cada vez vamos a menos bautizos y bodas y visitamos con más frecuencia el tanatorio.
Y esas despedidas, hasta que llega la propia que a los efectos y pese a los egos es la menos dolorosa, son una forma de aprendizaje; en la que asumimos distintos roles, dependiendo de nuestra relación con esos nuevos pasajeros de Caronte. Sin embargo, cada una de esas despedidas supone una reflexión, individual o compartida, sobre el significado de la vida y sobre cómo vivimos. Nuestra propia dinámica, las prisas que hoy marcan las vidas de las sociedades occidentales, nos impiden creer en el resultado de esa reflexión y por supuesto, su aplicación es una mera utopía.
Noviembre, en su despuntar, es el mes de la muerte. Y esa celebración, ese culto, paradójicamente, supera al de la vida. La irreflexión y el culto a la muerte son pinturas de la paleta con que se pinta ese paisaje de la vida; aunque me temo que no aportan al lienzo más colores que el gris y el negro.
A lo largo de esa vida, la mirada varía y de la curiosidad y la ingenuidad infantil pasamos a verlos como algo inevitablemente unido a la muerte. Son los mismos ojos, pero el conocimiento, la experiencia, el transcurrir de los años nos confunden y aunque esos elementos del paisaje son los mismos, creemos que los vemos de forma distinta. Y no es cierto. Lo que cambia es nuestra percepción sobre ellos.
Hace unos años, un amigo de más edad que yo ya me puso sobre aviso, a partir de ahora me dijo esto es lo que te espera. Esta semana, otro amigo corroboraba la certeza, cada vez vamos a menos bautizos y bodas y visitamos con más frecuencia el tanatorio.
Y esas despedidas, hasta que llega la propia que a los efectos y pese a los egos es la menos dolorosa, son una forma de aprendizaje; en la que asumimos distintos roles, dependiendo de nuestra relación con esos nuevos pasajeros de Caronte. Sin embargo, cada una de esas despedidas supone una reflexión, individual o compartida, sobre el significado de la vida y sobre cómo vivimos. Nuestra propia dinámica, las prisas que hoy marcan las vidas de las sociedades occidentales, nos impiden creer en el resultado de esa reflexión y por supuesto, su aplicación es una mera utopía.
Noviembre, en su despuntar, es el mes de la muerte. Y esa celebración, ese culto, paradójicamente, supera al de la vida. La irreflexión y el culto a la muerte son pinturas de la paleta con que se pinta ese paisaje de la vida; aunque me temo que no aportan al lienzo más colores que el gris y el negro.
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