miércoles, 17 de noviembre de 2010

Flamenco universal

El flamenco siempre me ha parecido un quejío de voz y guitarra, arropado con tacones y palmas. Un arte que, como tantas otras cosas, no admite término medio, o te gusta o no lo soportas. Y si te gusta, te pondrá el vello de punta, la piel de gallina y un pellizco en el alma.
Cante jondo que transita de igual modo por la calle de la amargura que por el jardín de la alegría y lo mismo bracea por el río de la vida que por el mar de la muerte. Siempre con profundo sentimiento. Y sobriedad. En ocasiones, desmesurada sobriedad; un cantaor o cantaora a pecho abierto y el rasgueo de los dedos en las cuerdas de la guitarra, con la espalda y los costados descubiertos.
Ayer, tras fallidos intentos y acompañado de un deslavazado popurrí de tradiciones (cetrería, dieta mediterránea, la Sibila y los Castells), el flamenco fue reconocido Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Ahí es ná.
Ignorante de mí, que aún confundo algunos palos, porque siempre creí en su carácter patrimonial y universal. En Casa Patas, en Cabestreros, en el Manuela Malasaña, en la Peña Flamenca o en el Festival de Pegalajar… siempre lo contemplé como una expresión popular a través de la cual se impartía magisterio.
En su día, Juanito Valderrama defendió y luchó por la creación de una Cátedra de Flamenco en la Universidad. Y esta mañana, el presidente de la Junta de Andalucía anunciaba su intención de llevar el flamenco a las aulas. Un poco tarde, cierto; como este reconocimiento, gratificante y oficial, pero escasamente necesario, que ha evidenciado una vez más la catetez con que es contemplada esta tierra más allá de Despeñaperros; por la mala praxis del periodista esclavo de los tópicos, y como habitualmente puede comprobarse con las declaraciones salidas de tono de los políticos de turno modelo Puigcercós o Aguirre.
Ese colega de profesión que sin rubor, supongo que por confundir flamenco y sevillanas o por meter ambos en el mismo saco de música raíz, conecta con Sevilla para jalear el reconocimiento, dejando en el olvido a Cádiz y supongo removiendo las entrañas del Torta, Terremoto, la Perla, la Paquera, Chocolate, Mercé o de aquel al que llamaban Camarón; relegando también a ese olvido a los guitarristas gaditanos Pepe y Paco de Lucía o Manolo Sanlucar, al onubense Paco Toronjo, al granadino Morente, al cordobés Fosforito, a la jiennense Carmen Linares o al guitarrista almeriense Tomatito…, por citar a algún flamenco que no es sevillano y por dejar constancia del ámbito geográfico andaluz. Sin menosprecio de Sevilla y de aquellos cantaores que como Mairena, Caracol, la Niña de los Peines, el Cabrero o el Lebrijano si son sevillanos.
Ese deplorable ejercicio de la profesión tiene continuidad obviando que, junto a Andalucía, Extremadura y Murcia han presentado la candidatura del flamenco para este reconocimiento. Como si Porrina de Badajoz o el Festival del Cante de las Minas no hubieran existido.
Podría extenderme a otros territorios que han alumbrado figuras memorables a este arte (Farina, el Príncipe Gitano o los más recientes Poveda y el Cigala), pero sólo serviría para reflejar la mencionada universalidad del cante jondo y reforzar esa percepción patrimonial.
Si ha de servir para algo, bienvenido sea este reconocimiento al flamenco. Que corran tiempos de alegría. Y al hilo, permítanme dos recomendaciones: Cantes flamencos, de Antonio Machado Álvarez, padre de los poetas Antonio y Manuel; y la revista Candil (si encuentran algún número atrasado), editada por la Peña Flamenca de Jaén y referente en el mundo del flamenco.

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