En el diálogo Norte-Sur siempre ha primado el desdén con que el Norte trataba al Sur. La condescendencia de aquel que se cree y se sabe superior sobre el considerado inferior y por tanto, portador de la etiqueta de débil. Máxime cuando esa superioridad se sustenta en parámetros como el Producto Interior Bruto (PIB).
El pasado de África, incluido el Magreb, desde la metrópoli es conocido: materias primas, recursos energéticos y geoestrategia; a los que en los últimos decenios se ha añadido la necesidad de crear una barrera para frenar y controlar el fundamentalismo islámico emergente. Y todo ello gracias a dos armas letales, la moneda y las armas.
El diagnóstico de Occidente, básicamente de las ex colonias europeas aglutinadas hoy en una idea de Europa y de Estados Unidos, es claro en lo político y en lo económico; es decir, regímenes autoritarios y subdesarrollo. Pese a ello, hemos contribuido, directa e indirectamente, a mantener esos regímenes, algunos cercanos a la teocracia, y hemos limitado las inversiones al otro lado del Estrecho, ralentizando o mermando el desarrollo económico.
Ahora la fragancia de los jazmines sitúa los focos en esos países, primero, Túnez, y después, Egipto. Y aquí, a la par que redactamos una lista de urgencia: Argelia, Libia, Marruecos…, descubrimos, de repente, el Sur.
Miramos al Sur y ya no son todos moros, muertos de hambre que se juegan la vida atravesando el Estrecho para trabajar como albañiles o jornaleros en nuestras ciudades y pueblos, trapichear con drogas o engrosar las filas del terrorismo islámico. Ahora vemos a pueblos, formados por personas como nosotros, que salen a la calle a reclamar los mismos sueños de libertad que nosotros soñamos un día.
Y nuestra mirada se tiñe de sorpresa, pero también de envidia, al constatar que en el Sur hay un espacio para la reivindicación, para la protesta y para la utopía del cambio. Ese mismo espacio vacío hoy en España, donde la tasa de más del 20 por ciento del desempleo, los pactos del sistema (Gobierno, patronal y sindicatos) para incrementar los recortes sociales, la negación de avances democráticos con mayor participación de los ciudadanos y la rendición ante los mercados y entidades financieras nos paralizan y nos adentran en territorios de miedos y temores.
Es fácil contemplar estas revoluciones de denominación floral desde la tierra que un día compartimos con esos mismos pueblos, saboreando un buen brandy y deseando que el contagio alcance a los países vecinos y la democracia y la libertad sean una realidad en el Norte de África, nuestro Sur más inmediato.
Existe una posibilidad real de que se propague el efecto simpatía entre los países de la zona y que caigan los actuales gobiernos, regímenes autoritarios revestidos en algunos casos de falsas democracias. Pero ¿y mañana? En países donde el Ejército juega un papel determinante, resulta difícil creer en un futuro sin su participación. Del mismo modo que es difícil pensar que Occidente renuncie a mantener nuevos gobiernos, y por tanto su “influencia” en la zona, para conservar el actual estatus. Hoy caen gobiernos, políticos, pero se mantienen intactas las estructuras del poder económico y militar; es decir, los verdaderos mecanismos de control de la población.
Vivamos pues el sueño revolucionario, apreciemos la fragancia del jazmín e imaginemos el triunfo de las utopías, para acabar una vez más encerrados en las páginas de “El Gatopardo”, de Lampedusa. Y sin perder de vista nuestro propio cinismo, aquel que sustenta lo plácido de nuestro modo de vida en el cisma Norte-Sur y en el control y freno de los radicalismos ajenos, encarnados en los inicios del siglo XXI por ese fundamentalismo islámico, alejado de las palabras del Profeta, pero útil para elaborar nuestras propias coartadas.
El pasado de África, incluido el Magreb, desde la metrópoli es conocido: materias primas, recursos energéticos y geoestrategia; a los que en los últimos decenios se ha añadido la necesidad de crear una barrera para frenar y controlar el fundamentalismo islámico emergente. Y todo ello gracias a dos armas letales, la moneda y las armas.
El diagnóstico de Occidente, básicamente de las ex colonias europeas aglutinadas hoy en una idea de Europa y de Estados Unidos, es claro en lo político y en lo económico; es decir, regímenes autoritarios y subdesarrollo. Pese a ello, hemos contribuido, directa e indirectamente, a mantener esos regímenes, algunos cercanos a la teocracia, y hemos limitado las inversiones al otro lado del Estrecho, ralentizando o mermando el desarrollo económico.
Ahora la fragancia de los jazmines sitúa los focos en esos países, primero, Túnez, y después, Egipto. Y aquí, a la par que redactamos una lista de urgencia: Argelia, Libia, Marruecos…, descubrimos, de repente, el Sur.
Miramos al Sur y ya no son todos moros, muertos de hambre que se juegan la vida atravesando el Estrecho para trabajar como albañiles o jornaleros en nuestras ciudades y pueblos, trapichear con drogas o engrosar las filas del terrorismo islámico. Ahora vemos a pueblos, formados por personas como nosotros, que salen a la calle a reclamar los mismos sueños de libertad que nosotros soñamos un día.
Y nuestra mirada se tiñe de sorpresa, pero también de envidia, al constatar que en el Sur hay un espacio para la reivindicación, para la protesta y para la utopía del cambio. Ese mismo espacio vacío hoy en España, donde la tasa de más del 20 por ciento del desempleo, los pactos del sistema (Gobierno, patronal y sindicatos) para incrementar los recortes sociales, la negación de avances democráticos con mayor participación de los ciudadanos y la rendición ante los mercados y entidades financieras nos paralizan y nos adentran en territorios de miedos y temores.
Es fácil contemplar estas revoluciones de denominación floral desde la tierra que un día compartimos con esos mismos pueblos, saboreando un buen brandy y deseando que el contagio alcance a los países vecinos y la democracia y la libertad sean una realidad en el Norte de África, nuestro Sur más inmediato.
Existe una posibilidad real de que se propague el efecto simpatía entre los países de la zona y que caigan los actuales gobiernos, regímenes autoritarios revestidos en algunos casos de falsas democracias. Pero ¿y mañana? En países donde el Ejército juega un papel determinante, resulta difícil creer en un futuro sin su participación. Del mismo modo que es difícil pensar que Occidente renuncie a mantener nuevos gobiernos, y por tanto su “influencia” en la zona, para conservar el actual estatus. Hoy caen gobiernos, políticos, pero se mantienen intactas las estructuras del poder económico y militar; es decir, los verdaderos mecanismos de control de la población.
Vivamos pues el sueño revolucionario, apreciemos la fragancia del jazmín e imaginemos el triunfo de las utopías, para acabar una vez más encerrados en las páginas de “El Gatopardo”, de Lampedusa. Y sin perder de vista nuestro propio cinismo, aquel que sustenta lo plácido de nuestro modo de vida en el cisma Norte-Sur y en el control y freno de los radicalismos ajenos, encarnados en los inicios del siglo XXI por ese fundamentalismo islámico, alejado de las palabras del Profeta, pero útil para elaborar nuestras propias coartadas.
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