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lunes, 14 de octubre de 2019

Perder el Norte

Hemos perdido el Norte, y al menos una parte del Nordeste. Y me temo que no hay brújula que nos lo devuelva. Naufragamos irremediablemente. En lo colectivo y también en lo individual. Podemos achacar lo uno a lo otro, de modo que no hay salvación para uno cuando se sumerge o se deja arrastrar por la masa sin asomo de convicción o reflexión. 
Me pregunto si no somos títeres prendidos de hilos que otros desde la sombra mueven a su antojo. Con manos mentirosas, con artes de tahúr y con lazos y banderas para tapar la luz y devolvernos a ese mundo de sombras que ya oscureció Europa y que nosotros conocemos tan bien. 
Pienso en las redes manejadas por el pescador con el fin de atrapar al pez. Y observo como la piel cambia el vello por escamas, como los ojos amenazan con saltar de las órbitas y como el apéndice nasal se desplaza al cuello para mutar en branquias. Veo la figura del pescador difuminarse de modo que aparece irreconocible, mientras la red crece y crece, aumentando su tamaño hasta lo indescriptible y adaptando diferentes formas en un mundo virtual, que sin embargo cada día se asemeja más real, y contemplo al pez atrapado en su interior junto a otros peces más o menos osados, pero tan presos como él. 
Escucho una canción triste de esas que se te pegan a los huesos. Y recuerdo otras canciones tristes. Hoy es un día triste. Y aunque la tristeza no tiene porqué eclipsar la belleza, veo la fealdad abriéndose paso entre la multitud, colonizando las cabezas y exhibiéndose con los laureles del triunfo que no pueden esconder ni disimular el fracaso. 
Al alzar la vista no se ven los puentes. Los socavaron. Igual que borraron las palabras para levantar nuevas torres de Babel. Había que construir muros de incomunicación y dejar abierta solo la senda que no tiene principio ni fin. Programaron el diálogo de besugos centrífugos y centrípetos para auparlo al número uno de la lista de éxitos y mientras todos entonábamos un estribillo que en realidad era una letanía el hombre del saco se llevó la luna para apagar los sueños. 
Mañana se abre la subasta. Casi todo se vende, pero al final solo compra, a plazos o al contado, quien maneja y tiene el dinero. Quien ahora nos priva del Norte. Quien antes no dudo en hundir el Sur.

domingo, 30 de enero de 2011

El efecto simpatía

En el diálogo Norte-Sur siempre ha primado el desdén con que el Norte trataba al Sur. La condescendencia de aquel que se cree y se sabe superior sobre el considerado inferior y por tanto, portador de la etiqueta de débil. Máxime cuando esa superioridad se sustenta en parámetros como el Producto Interior Bruto (PIB).
El pasado de África, incluido el Magreb, desde la metrópoli es conocido: materias primas, recursos energéticos y geoestrategia; a los que en los últimos decenios se ha añadido la necesidad de crear una barrera para frenar y controlar el fundamentalismo islámico emergente. Y todo ello gracias a dos armas letales, la moneda y las armas.
El diagnóstico de Occidente, básicamente de las ex colonias europeas aglutinadas hoy en una idea de Europa y de Estados Unidos, es claro en lo político y en lo económico; es decir, regímenes autoritarios y subdesarrollo. Pese a ello, hemos contribuido, directa e indirectamente, a mantener esos regímenes, algunos cercanos a la teocracia, y hemos limitado las inversiones al otro lado del Estrecho, ralentizando o mermando el desarrollo económico.
Ahora la fragancia de los jazmines sitúa los focos en esos países, primero, Túnez, y después, Egipto. Y aquí, a la par que redactamos una lista de urgencia: Argelia, Libia, Marruecos…, descubrimos, de repente, el Sur.
Miramos al Sur y ya no son todos moros, muertos de hambre que se juegan la vida atravesando el Estrecho para trabajar como albañiles o jornaleros en nuestras ciudades y pueblos, trapichear con drogas o engrosar las filas del terrorismo islámico. Ahora vemos a pueblos, formados por personas como nosotros, que salen a la calle a reclamar los mismos sueños de libertad que nosotros soñamos un día.
Y nuestra mirada se tiñe de sorpresa, pero también de envidia, al constatar que en el Sur hay un espacio para la reivindicación, para la protesta y para la utopía del cambio. Ese mismo espacio vacío hoy en España, donde la tasa de más del 20 por ciento del desempleo, los pactos del sistema (Gobierno, patronal y sindicatos) para incrementar los recortes sociales, la negación de avances democráticos con mayor participación de los ciudadanos y la rendición ante los mercados y entidades financieras nos paralizan y nos adentran en territorios de miedos y temores.
Es fácil contemplar estas revoluciones de denominación floral desde la tierra que un día compartimos con esos mismos pueblos, saboreando un buen brandy y deseando que el contagio alcance a los países vecinos y la democracia y la libertad sean una realidad en el Norte de África, nuestro Sur más inmediato.
Existe una posibilidad real de que se propague el efecto simpatía entre los países de la zona y que caigan los actuales gobiernos, regímenes autoritarios revestidos en algunos casos de falsas democracias. Pero ¿y mañana? En países donde el Ejército juega un papel determinante, resulta difícil creer en un futuro sin su participación. Del mismo modo que es difícil pensar que Occidente renuncie a mantener nuevos gobiernos, y por tanto su “influencia” en la zona, para conservar el actual estatus. Hoy caen gobiernos, políticos, pero se mantienen intactas las estructuras del poder económico y militar; es decir, los verdaderos mecanismos de control de la población.
Vivamos pues el sueño revolucionario, apreciemos la fragancia del jazmín e imaginemos el triunfo de las utopías, para acabar una vez más encerrados en las páginas de “El Gatopardo”, de Lampedusa. Y sin perder de vista nuestro propio cinismo, aquel que sustenta lo plácido de nuestro modo de vida en el cisma Norte-Sur y en el control y freno de los radicalismos ajenos, encarnados en los inicios del siglo XXI por ese fundamentalismo islámico, alejado de las palabras del Profeta, pero útil para elaborar nuestras propias coartadas.

lunes, 31 de agosto de 2009

Lo importante

Otro viaje relámpago a Barcelona. El último de este verano. Es viernes y son demasiados kilómetros. El Sur queda muy lejos de la ciudad condal, en definitiva, del Norte; de cualquier Norte. Como decía es viernes y tras demasiados kilómetros, Barcelona es una realidad. Arribamos a las diez y media de la noche. Los peques ya están durmiendo, de modo que a sabiendas de que hasta mañana no los veremos despiertos, optamos por cenar fuera. Un pequeño restaurante en el barri d’Horta (barrio de Horta), junto a la plaza Bacardí.
Coqueto. El acceso con la barra a la izquierda, un pequeño pasillo que deja la cocina a la vista, también a la izquierda, para desembocar en el salón. Un pequeño salón de seis u ocho mesas. A mi juicio las sillas y las mesas desentonan y quitan posibilidades al local. Es una opinión, absolutamente subjetiva. Sólo hay chicas atendiendo el local, tanto en la barra, como en la cocina o en las mesas.
Pedimos un par de cervezas, bien frías, y para empezar una amanida de pollastres (ensalada de pollo), seguida de un surtido de ibéricos con pan y tomate (Assortit d’embotits iberics amb pan amb tomaquet).
Nada espectacular de oídas. Sin embargo, esta cena frugal es un deleite para los sentidos. Tras más de 900 kilómetros y unas cuantas horas de carretera es un remanso y un pequeño lujo. Repito cerveza, como casi siempre, y degusto viandas de calidad sin pretensiones. Algo muy común en muchos restaurantes de Cataluña, alejados de la cocina de autor, pero maestros en la elaboración de productos y cocina tradicionales. A pesar de ello, el postre me deja en evidencia, profiteroles con salsa de chocolate caliente; es una de mis debilidades y un recuerdo jocoso; de cuando una amiga, al día siguiente de una cena, nos comentó que de postre había tomado profilácticos con chocolate. Enseguida apuntamos la opción de los profiteroles, probablemente desdeñando posibilidades amatorias o simplemente, una mala pasada de los deseos.
Al día siguiente, tras 27 días sin verlos, al despertarse mis peques se lanzan en mis brazos. Entre sorprendidos y mimosos. Abrazos y besos. Los ojos abiertos y la sonrisa encendida en el rostro.
No hay nada más. Podemos aderezarlo con lo que queramos, pero en esencia eso es todo. Es lo importante.

jueves, 23 de julio de 2009

Fuegos de estío

Con el cielo plomizo y el calor azuzando como el fuego. Abrasando. Como una maldición bíblica o azteca o como un mal de ojo perenne. El verano en el Sur pone a prueba a sus gentes.
Siempre se alabó la fortaleza de gentes de otras tierras, pero por estas latitudes cuando hasta el aire hierve hay que resistir. Unos lo achacan al hábito, como si alguien pudiera habituarse a estas temperaturas y a esta sensación térmica; otros, desmereciendo, afirman que no es para tanto, y otros, aseveran orgullosos que es una cuestión de carácter.
Pero cuando el sol roza ardiendo la piel y hasta falta el aire en los pulmones porque el poco aire que hay arde como si fuera fuego, no hay hábito, descrédito o carácter al que acudir para refrescarse. Bajo estas condiciones sólo hay lugar para los instintos y entre ellos, el de supervivencia. Resistir y adaptarse. Sólo así se puede explicar que en el Sur, en estío, con el cielo ardiendo como el carro del profeta Elías, la vida continúe; se mantenga ese pulso vital y las ciudades no caigan en el letargo. Con más o menos ganas, con más o menos energías, seguimos respirando. La cabeza y el cuerpo responden, a partir de ahí, el misterio de la vida.
Mientras, en el Norte, falsos aprendices de Prometeo esparcen en campos y montes fuegos de muerte. Tierra, agua y fuego para un macabro ritual de destrucción. Suena la muerte, como preludio del dolor. Y la danza del maestro Falla se convierte en un réquiem.