De paseo por las calles de Baeza. Dos noches. La primera calurosa. La segunda, una semana más tarde, más fresca. Un recorrido ya realizado en otras ocasiones que sin embargo siempre es un placer. La plaza de la catedral, junto a la fuente, la propia catedral y su entorno. Un paseo por el renacimiento, salpicado de reminiscencias musulmanas y singularmente, románicas.
Un camino en el que algunos evocan al ya famoso capitán Alatriste, algo que yo no puedo hacer porque no he visto la película, como tantas otras de época grabadas en esta ciudad.
Yo prefiero pensar en otras cosas. De todos es sabido mi gusto por los callejones, cosas de gatos. Y también mi esperanza de que algún día las piedras hablen y puedan contar las historias de las que fueron testigos silenciosos. Así que mientras deambulo por estas calles, precediendo o siguiendo al grupo, pienso en aquellos tiempos en que ser pobre, judío o musulmán debía ser duro ante la dominación de la iglesia y la nobleza. Pienso en esa puerta del perdón y ese arco con la misma denominación, a cuyo paso se supone se saldaban cuentas y desaparecían los “pecados”; y supongo que no habría mayor falta que la impureza de la sangre.
Me gusta poner la mano en la piedra, notar el contacto de la piel con la piedra caliente o fría y recordar a aquel viejo sefardí que aseguraba que si arrimabas el oído a los muros de piedra podían escucharse los sonidos guardados durante siglos: conversaciones, disputas, amoríos, reyertas, rezos, festejos, traiciones, conversiones…
Me es difícil imaginar una conversión voluntaria. Más bien creo en una involuntariedad absoluta, en un peaje para salvar el pellejo. Un trueque. Una práctica antigua que pervive en nuestros días, aunque su finalidad hoy no sea salvar la pelleja, sino más bien lograr prebendas, réditos de diversa índole. Y pensando en ello, llegó a la conclusión de que debo hacer caso al viejo sefardí y poner la oreja. Quizás logré aprender a escuchar y no me conforme sólo con oír.
Foto: El arco del perdón, en la trasera de la catedral de Baeza. La fotografía es del fotógrafo Manuel Miró.