La
serpiente encarna la trilogía de la muerte. Pares, non y la nada. Una nada que
es vacío, pero que existe y se perpetúa como sinónimo de pérdida y por tanto,
causa de dolor profundo.
Ya
no hay monedas en el aire. Detuvieron su giro, para caer a plomo. Y la segunda,
como la primera, lejos de mostrar su mejor cara, muestra la cruz como mensaje
de desesperanza. Circular heraldo negro, que anuncia el reino de las sombras.
Las
máscaras desaparecen para dejar al descubierto la ausencia de rostros. Y
muestran lo estéril de la puesta en escena; el fracaso de la obra de la vida y
el triunfo de la negra dama. La bajada del telón.
No
hay ojos brillantes y febriles frente al tapete verde. Solo la mirada apagada
de quien por imposición buscó fortuna en unos naipes ahora vestidos con sus
mejores galas, esperanza en las cuencas vacías de la serpiente y la fe de la
que carecía en el croupier tramposo y omnipresente. Ahora la ruleta gira al
infinito, mientras la ventana al mundo se cierra. Rojo. Negro. La banca siempre
gana.
Las
lágrimas resbalan por las mejillas de los padres. Agua salada que convierte en
lejano, casi inalcanzable, el anhelo de la dulce agua del lago de Lete.
La
condena es pervivir en la memoria y esperar que en el futuro el azar cuando la
moneda detenga su ritual de giros mire al cielo de cara.
Es tiempo de vencer a los miedos, de creer que la historia no se repite y que las deudas se cobran, porque en algún lugar hay un pagaré oculto que ese mismo tiempo ejecutará en efectivo o en un talón nominativo.
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