Aquel disco de Bebo y El
Cigala había sido la sorpresa musical del año. Sin duda había sido una
sorpresa y una esperanza. Funcionó el boca a boca y el CD se disparó en la
lista de ventas. Es un disco irrepetible.
Ella
había aguardado con la paciencia de la que era capaz cerca de un mes para
comprarlo. Desde que supo de él hasta que se puso a la venta. Y mereció la
pena. Sigue mereciéndola cada vez que reproduce el disco en su minicadena.
Sentía
verdadera pasión por aquel viejito entrañable. No sólo musicalmente, también en
lo personal. Un cubano emigrado a Suecia por amor. Debía de ser verdad
que el amor lo puede todo o que al menos calienta, porque un cubano en tierra
sueca suena a broma. Claro que también parece una broma que un cineasta español
ganador de un Oscar y de mirada periférica como el maestro Buñuel
vaya a buscarlo para rodar un documental musical con estrellas del jazz latino,
apadrine un disco con un cantaor de flamenco y participe en el proyecto de ese
moderno templo de la música latina en Madrid que es Calle 54. ¡Y
en el Paseo de La Habana!
Sublime.
La canción de la que el disco toma el título es un son, Lágrimas Negras,
de Miguel Matamoros, uno de los temas con más versiones del repertorio
de la música tradicional cubana. Habían transcurrido unas cuantas decenas de
años desde que el Trío Matamoros la interpretara por vez primera en la
década de los años 30 del siglo pasado hasta la versión registrada en este
disco. A ella le parece maravillosa la interprete quien la interprete.
Ella
había llorado lágrimas negras. Al menos eso creía viendo sus mejillas
reflejadas en el cristal con dos grandes surcos negros de arriba a abajo. Esos
surcos negros eran producto del rimel al contacto con las lágrimas, pero ella
prefería creer que había llorado lágrimas negras. A fin de cuentas ¿no hay
gente dispuesta a creer en el llanto de sangre de imágenes en piedra o madera o
de algún santero vividor con leyenda de curandero?.
Sus
lágrimas eran de dolor. No había demasiada originalidad en esto. Eran lágrimas
de desamor, de pérdida. Una relación que se rompe ante la incredulidad de una
de las partes que no lo había visto venir. El velo del amor que transmuta en
ceguera. Por eso la conmovía aquel viejito que abandonaba Cuba hace 44 años y volaba
hasta la otra orilla para reunirse con la mujer que amaba. No puede haber
amores imposibles, pensaba, puede haber dificultad pero no imposibilidad. Y así
se engañaba a sí misma. El peor y más estúpido de los engaños.
La
habían echado en el abandono y habían muerto sus ilusiones. Su son era como el
bolero, como el tango y como la copla una crónica de amor roto, rajao,
arrabalero, como una habanera sin esperanza. Eso que ahora llaman desencuentros
y que no es otra cosa que mal de amores. Se cante en Cádiz, en Calella
de Palafrugell, en Donosti, en Buenos Aires o en La Habana.
No existe vacuna contra ese mal, por mucho que digan que la mancha de una mora
con otra mora... ella no estaba para subirse al moral o acercarse a la zarza.
Atrás
quedaban los sueños de amor eterno, de un futuro en común, de una historia como
la del viejito cubano, tanto tiempo vista, leída e imaginada. Sentía el dolor,
la ausencia, el fracaso y la nostalgia. Pero por encima de todo se sentía como
una imbécil, sin estima alguna por si misma, incapaz de despertar su propia
compasión. ¿Cómo había estado tan ciega? Ahora todo son dudas, ¿se lo había
advertido alguien y no había escuchado? ¿había pasado por alto algún síntoma,
algún indicio de lo que iba a suceder?. Quizás alguien le avisó: nena, el amor
se acaba; aprovecha, que el amor se acaba.
A
lo lejos sonaba Morir de Amor interpretada por Charles Aznavour y
Compay Segundo. Como si fuese mi enfermedad, repitió en voz alta,
...Adiós al mundo y a sus problemas. Vaya epílogo, se dijo y cerró la ventana
de la habitación. Si hubiera podido elegir en aquel instante hubiese preferido
oír La Vie en Rose, de Piaff, al piano y a la voz de Bola de
Nieve; ese orondo negro con voz de eunuco sólo posible en Cuba, Yemayá le
vele, y rescatado por Almodóvar para incluirlo en la banda sonora de una
de sus películas.
Notaba
su ausencia, pero a la vez notaba una ausencia geográfica. Añoraba lugares de
algunas ciudades que había conocido y no entendía bien el porqué a sabiendas de
que un lugar sólo tiene el valor que queramos darle en nuestros recuerdos.
Parecía Robert Redford en Habana, esa especie de remake de Memorias
de África, situado en otro continente y en otro país y con alguna variación
en el hilo argumental, chico conoce a chica, chica deja a chico y al chico se
le rompe el corazón. La fórmula con mayor o menor éxito sigue funcionando. Se
veía como Redford sentada frente al puerto habanero consumiendo un café
y un trago de añejo que le sabe a madera. También recordaba a Redford,
en la playa de Miami, a la orilla del mar, esperando ver la otra orilla
en los días despejados y que Lena Olin paseara por esa otra orilla y que
levantara la vista buscándole. Y sus miradas se encontrarían a pesar del
océano, separados por él.
Sufría la
inmensa pena de su extravío y sentía el dolor profundo de su partida. Y la
soledad, ese vacío que aumenta con el día y se alarga en la noche. Y el saber
que no volverás, que no la llamarás por teléfono, que no te verá al atardecer
como ayer y anteayer, como la semana pasada y como los meses anteriores. Y la
seguridad de que verte con o sin compañía ha de dolerle al menos durante algún
tiempo; el suficiente para ser consciente de la pérdida, pero también el
necesario para recuperarse de ella. Volvía a sentirse como una imbécil, como la
adolescente que ya no era desdichada y sin apetito porque no despertaba el
interés de su primer amor. De nuevo lloraba. Sus ojos húmedos buscaban a Bebo
en el cuadernillo incluido en el CD original. ¿Cómo tú lo hiciste viejito?
Buscaba una respuesta que aquel libreto de papel no le iba a proporcionar, pero
podía entretenerse leyendo la letra de Veinte Años, de María Teresa
Vera, otro tema tradicional cubano con un buen puñado de versiones. A ella
le gustaba la de este disco, pero también había escuchado una interpretación
grandiosa de Omara Portuondo, esa última gran dama de la música cubana
heredera de Celeste Mendoza, Rita Montaner y Merceditas Valdés.
Por supuesto con permiso de La Lupe y de la mismísima Celia Cruz,
la diva en el exilio. Le parecía una canción triste como tantas otras, cantada
con la alegría característica de los cubanos, fruto de ese don natural para
sobrellevar la tragedia, para reírse de si mismos y de lo que les rodea. Ya José
Martí decía que de no ser cubano le hubiera gustado serlo.
A pesar de la
desazón, la voz de El Cigala y el “toque” de Bebo la serenaban.
Escuchar aquel disco aliviaba su pena. Continuaba dolida, incrédula y
dubitativa. Desganada. Sin que tú lo merezcas. Estaba triste, porque ni en el
improbable caso de una reconciliación lo vuestro volvería a ser igual.
Y lloraba sin que supieras que el llanto suyo tiene
lágrimas negras. Aunque sean de rimel.
A la memoria de Bebo Valdés.
Relato publicado en Literatura de Kiosco 10.
"Andar sobre cristales rotos no es tan doloroso".
Ediciones RaRo. Mayo de 2004.
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