Conocí a Juan María Bandrés a principios de los noventa. Vino a Jaén como presidente de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) a dar una conferencia en la Antigua Escuela de Magisterio y me lo presentó Esteban Ramírez, un prohombre local de luces y sombras desgraciadamente ya fallecido y al que debo en gran medida mi estancia en esta tierra.
Sólo lo había visto con anterioridad, que recuerde, otra vez, fugazmente, en Casa Manolo, cerca del Congreso de los Diputados, junto a una mesa en la que el también desparecido Luis Carandell tomaba whisky con aceitunas.
Cuando impartió aquella conferencia en la ciudad que habito eran tiempos de la guerra de los Balcanes, una época de matanzas y limpieza étnica en la Antigua Yugoslavia. Sobra decir que ya antes de conocerle admiraba a aquel hombre que había participado como abogado en el Proceso de Burgos, que había fundado Euskadiko Ezkerra junto a Mario Onaindía, y colaborado activamente en la desaparición de ETA político-militar, demostrando ya entonces que las palabras llegaban más lejos que las armas; y al que había tenido la oportunidad de leer en alguna ocasión en Cuadernos para el diálogo, por supuesto tiempo después de publicar sus artículos allí, y escuchar en el Parlamento español.
Era un hombre de conversación fluida, afable y de fuertes convicciones. Comprometido con valores como la paz y la libertad, en Euskadi y también en aquella alejada tierra de los Balcanes.
Supongo que muchos jóvenes de las nuevas generaciones ni conocen, ni saben quién era o quién fue Juan María Bandrés. E incluso habrá quien al conocerse la noticia de su muerte y ver su fotografía o su imagen en televisión piense que le suena esa cara a la que no es capaz de poner nombre.
Puede que los nombres no parezcan importantes, pero el de Juan María Bandrés nos ayuda a recordar que han existido y existen hombres y mujeres de la cosa pública entregados generosamente al servicio de los demás y sin cuyo esfuerzo y su apuesta por la convivencia y la paz es difícil imaginar por ejemplo el final de ETA.
Hay hoy en día quien necesita parapetarse tras poemas y no desdeña el uso como escudo de las palabras y hay otros como Bandrés que ponían de relieve que para el mejor ataque no se necesitaban parapetos, pues bastaba con una buena oratoria, la fluidez del verbo y las palabras certeras. A última hora, cuando la vida le privó de sus “armas” siguió hablando con la mirada. E incluso con su muerte, apenas una semana más tarde del anuncio del fin del terrorismo, nos devuelve ese mensaje de paz y libertad.
Sólo lo había visto con anterioridad, que recuerde, otra vez, fugazmente, en Casa Manolo, cerca del Congreso de los Diputados, junto a una mesa en la que el también desparecido Luis Carandell tomaba whisky con aceitunas.
Cuando impartió aquella conferencia en la ciudad que habito eran tiempos de la guerra de los Balcanes, una época de matanzas y limpieza étnica en la Antigua Yugoslavia. Sobra decir que ya antes de conocerle admiraba a aquel hombre que había participado como abogado en el Proceso de Burgos, que había fundado Euskadiko Ezkerra junto a Mario Onaindía, y colaborado activamente en la desaparición de ETA político-militar, demostrando ya entonces que las palabras llegaban más lejos que las armas; y al que había tenido la oportunidad de leer en alguna ocasión en Cuadernos para el diálogo, por supuesto tiempo después de publicar sus artículos allí, y escuchar en el Parlamento español.
Era un hombre de conversación fluida, afable y de fuertes convicciones. Comprometido con valores como la paz y la libertad, en Euskadi y también en aquella alejada tierra de los Balcanes.
Supongo que muchos jóvenes de las nuevas generaciones ni conocen, ni saben quién era o quién fue Juan María Bandrés. E incluso habrá quien al conocerse la noticia de su muerte y ver su fotografía o su imagen en televisión piense que le suena esa cara a la que no es capaz de poner nombre.
Puede que los nombres no parezcan importantes, pero el de Juan María Bandrés nos ayuda a recordar que han existido y existen hombres y mujeres de la cosa pública entregados generosamente al servicio de los demás y sin cuyo esfuerzo y su apuesta por la convivencia y la paz es difícil imaginar por ejemplo el final de ETA.
Hay hoy en día quien necesita parapetarse tras poemas y no desdeña el uso como escudo de las palabras y hay otros como Bandrés que ponían de relieve que para el mejor ataque no se necesitaban parapetos, pues bastaba con una buena oratoria, la fluidez del verbo y las palabras certeras. A última hora, cuando la vida le privó de sus “armas” siguió hablando con la mirada. E incluso con su muerte, apenas una semana más tarde del anuncio del fin del terrorismo, nos devuelve ese mensaje de paz y libertad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario