Nunca había estado en un cabaret. Probablemente por una cuestión cultural o generacional. O por ambas. Los había visto en televisión y en cine, en películas y documentales. Pero nunca había pisado uno.
Lo hice por primera vez la semana pasada. Inconscientemente. Lo que no quiere decir que me arrepienta de ello. Es simple, nos recomendaron un garito de esos que merece la pena no perderse. Oí nombrar a El Plata y a Bigas Luna y supuse que el garito era suyo o que era el responsable de su decoración.
Así que a la noche siguiente dirigimos nuestros pasos hasta allí. Para descubrir que de nuestro grupo éramos varios los que en realidad desconocíamos que íbamos a contemplar un espectáculo de cabaret. Algunos ya estaban allí cuando llegamos, otros se sentaron donde tuvieron a bien y nosotros tuvimos la fortuna de que una chica y un camarero encantadores nos indicaran donde podíamos sentarnos de forma que pudiéramos ver el escenario sin que ninguna columna impidiera la visión. Acabamos sentados delante de la mesa de control (luces, sonido) y frente al escenario, de modo que podíamos contemplarlo sin oposición y además disfrutamos del privilegio de poder observar panorámicamente el resto de la sala. Es decir, que veíamos a actores y público o lo que es lo mismo el espectáculo completo.
Salí de dudas con respecto a Bigas Luna gracias al camarero, que tras servirnos un par de gin-tonic de Tanqueray a precio de botella (16 euros por copa) me aclaró que el afamado director se había limitado a eso, a dirigir el espectáculo que íbamos a ver.
El cabaret tiene algo de grotesco, de esperpento. Pero no sólo en la representación, sino en el propio público. En el espectáculo se veía lógicamente la mano de Bigas Luna, pero el público es una cuestión de azar. Variopinto, heterogéneo y en ocasiones, tan grotesco o más que el propio cabaret, como evidenciaba un tipo en escorzo, a punto de partirse el cuello de tanto retorcerlo para sortear una de las columnas y poder contemplar a una joven aligerándose de ropa al ritmo de la música.
No creo que a alguien en su sano juicio escandalice hoy en día un desnudo masculino o femenino. Del mismo modo que tampoco creo que levante la expectación de hace unas décadas. Pero se ve que siempre existen excepciones como la del tipo del cuello, que por un momento creí capaz de estrangularse con su propia corbata.
Disfruté de la novedad y de la sorpresa. Me gustó el espectáculo. Lo grotesco y la iconografía gay me recordaron a Nazario y a su Barcelona pintada y dibujada, con sus cabarets y sus reinonas de la noche. Y de Nazario me fui a Carvalho y a Biscúter e inevitablemente a Manuel Vázquez Montalbán. Recordé también su novela “El pianista” (nada que ver con la película de Polansky), cuya lectura recomiendo siempre, y cómo no, a la espléndida Liza Minelli en su grandioso “Cabaret”.
Pensé en las subidas y bajadas del telón, en la penumbra de la sala, en las luces, en lo pretendidamente sórdido y provocador… y en nuestra particular galería de monstruos. Somos grotescos y esperpénticos; y aunque nos reímos de lo burlesco y esperpéntico cuando lo vemos reflejado en otros, evitamos ser conscientes de que hemos sido magistralmente retratados en nuestro propio estrambote. En los libros, en la pintura o en un espectáculo de cabaret.
Lo hice por primera vez la semana pasada. Inconscientemente. Lo que no quiere decir que me arrepienta de ello. Es simple, nos recomendaron un garito de esos que merece la pena no perderse. Oí nombrar a El Plata y a Bigas Luna y supuse que el garito era suyo o que era el responsable de su decoración.
Así que a la noche siguiente dirigimos nuestros pasos hasta allí. Para descubrir que de nuestro grupo éramos varios los que en realidad desconocíamos que íbamos a contemplar un espectáculo de cabaret. Algunos ya estaban allí cuando llegamos, otros se sentaron donde tuvieron a bien y nosotros tuvimos la fortuna de que una chica y un camarero encantadores nos indicaran donde podíamos sentarnos de forma que pudiéramos ver el escenario sin que ninguna columna impidiera la visión. Acabamos sentados delante de la mesa de control (luces, sonido) y frente al escenario, de modo que podíamos contemplarlo sin oposición y además disfrutamos del privilegio de poder observar panorámicamente el resto de la sala. Es decir, que veíamos a actores y público o lo que es lo mismo el espectáculo completo.
Salí de dudas con respecto a Bigas Luna gracias al camarero, que tras servirnos un par de gin-tonic de Tanqueray a precio de botella (16 euros por copa) me aclaró que el afamado director se había limitado a eso, a dirigir el espectáculo que íbamos a ver.
El cabaret tiene algo de grotesco, de esperpento. Pero no sólo en la representación, sino en el propio público. En el espectáculo se veía lógicamente la mano de Bigas Luna, pero el público es una cuestión de azar. Variopinto, heterogéneo y en ocasiones, tan grotesco o más que el propio cabaret, como evidenciaba un tipo en escorzo, a punto de partirse el cuello de tanto retorcerlo para sortear una de las columnas y poder contemplar a una joven aligerándose de ropa al ritmo de la música.
No creo que a alguien en su sano juicio escandalice hoy en día un desnudo masculino o femenino. Del mismo modo que tampoco creo que levante la expectación de hace unas décadas. Pero se ve que siempre existen excepciones como la del tipo del cuello, que por un momento creí capaz de estrangularse con su propia corbata.
Disfruté de la novedad y de la sorpresa. Me gustó el espectáculo. Lo grotesco y la iconografía gay me recordaron a Nazario y a su Barcelona pintada y dibujada, con sus cabarets y sus reinonas de la noche. Y de Nazario me fui a Carvalho y a Biscúter e inevitablemente a Manuel Vázquez Montalbán. Recordé también su novela “El pianista” (nada que ver con la película de Polansky), cuya lectura recomiendo siempre, y cómo no, a la espléndida Liza Minelli en su grandioso “Cabaret”.
Pensé en las subidas y bajadas del telón, en la penumbra de la sala, en las luces, en lo pretendidamente sórdido y provocador… y en nuestra particular galería de monstruos. Somos grotescos y esperpénticos; y aunque nos reímos de lo burlesco y esperpéntico cuando lo vemos reflejado en otros, evitamos ser conscientes de que hemos sido magistralmente retratados en nuestro propio estrambote. En los libros, en la pintura o en un espectáculo de cabaret.
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