La voz de Cohen suena de fondo. Como las de Tom Waits o Lou Reed es una voz inconfundible. Desgarrada por la vida. De tipos que se lanzan al abismo y caen de pie, pero que sangran por el trayecto, produciéndose heridas de esas que el tiempo apenas cicatriza y el viento del invierno con un leve soplo reabre.
Me prometí escribir unas líneas sobre él cuando se anunció que le habían otorgado el premio Príncipe de Asturias de las Letras. Y siempre trato de cumplir mis promesas, aunque en ocasiones tarde más de lo deseable en hacerlo. En ese tiempo de demora irrumpió la noticia, en realidad la que irrumpe es la muerte, del adiós de Peter Falk. Conocido por su personaje del teniente Colombo, a quien yo, sin embargo, prefiero recordar por la interpretación del veterano ángel del Cielo sobre Berlín, de Win Wenders.
Y ese recuerdo me devolvió inevitablemente a Leonard Cohen. A los cielos y los infiernos vitales, alejados de aquellos paraísos y avernos ficticios de los que necesitan creer. Y eso me lleva a Fernando Trueba, a su grito al mundo, tras recibir el Oscar, de que no cree en Dios y sí en Billy Wilder, un dios con sentido del humor.
Entre dioses y demonios, quizás exista quien busque ángeles a su alrededor e incluso quien sin perder la lucidez pueda contemplarlos. Se que hay quien como Trueba no cree en Dios y eso no le impide aprender a vivir con sus propios demonios. Hay quien renuncia a la simetría, porque desconfía del equilibrio y reniega de que la existencia del yo vaya indivisiblemente unida a la del otro.
Quisiera escribir de Cohen en blanco y negro. Avanzado ese invierno cuyo viento hurga en las cicatrices hasta reabrirlas. Pero lo hago en los inicios de un estío luminoso, que en el Sur se disfraza de infierno.
Escucho I’m your man. Creo oír pasos deslizándose sobre la arena, pisadas de los que huyen de los sueños rotos escondidos en canciones de amor. Y pienso en los pasos del propio Cohen sobre las piedras del monasterio; aquel al que se retiró y en el que los monjes le bautizaron como El Silencioso.
Me prometí escribir unas líneas sobre él cuando se anunció que le habían otorgado el premio Príncipe de Asturias de las Letras. Y siempre trato de cumplir mis promesas, aunque en ocasiones tarde más de lo deseable en hacerlo. En ese tiempo de demora irrumpió la noticia, en realidad la que irrumpe es la muerte, del adiós de Peter Falk. Conocido por su personaje del teniente Colombo, a quien yo, sin embargo, prefiero recordar por la interpretación del veterano ángel del Cielo sobre Berlín, de Win Wenders.
Y ese recuerdo me devolvió inevitablemente a Leonard Cohen. A los cielos y los infiernos vitales, alejados de aquellos paraísos y avernos ficticios de los que necesitan creer. Y eso me lleva a Fernando Trueba, a su grito al mundo, tras recibir el Oscar, de que no cree en Dios y sí en Billy Wilder, un dios con sentido del humor.
Entre dioses y demonios, quizás exista quien busque ángeles a su alrededor e incluso quien sin perder la lucidez pueda contemplarlos. Se que hay quien como Trueba no cree en Dios y eso no le impide aprender a vivir con sus propios demonios. Hay quien renuncia a la simetría, porque desconfía del equilibrio y reniega de que la existencia del yo vaya indivisiblemente unida a la del otro.
Quisiera escribir de Cohen en blanco y negro. Avanzado ese invierno cuyo viento hurga en las cicatrices hasta reabrirlas. Pero lo hago en los inicios de un estío luminoso, que en el Sur se disfraza de infierno.
Escucho I’m your man. Creo oír pasos deslizándose sobre la arena, pisadas de los que huyen de los sueños rotos escondidos en canciones de amor. Y pienso en los pasos del propio Cohen sobre las piedras del monasterio; aquel al que se retiró y en el que los monjes le bautizaron como El Silencioso.
Imagen: Cielo desde Berlín, tomada de www.fotogramas.es
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