Las cartas pidiendo perdón duermen en los juzgados. Las víctimas supervivientes y los familiares de los asesinados nunca las recibieron. Las palabras que no borran la sangre, pero buscan el corazón, duermen en las mismas hojas blancas en que un día se unieron como una renuncia a la pasada barbarie.
Probablemente sólo despertaron para los funcionariales ojos; ajenos, con excepciones, a esos territorios donde los asesinos buscan ser humanos y marcar la distancia con las bestias. Cuando la palabra sustituye a la bomba, la mirada borra el odio y las vísceras y los instintos se rinden a la cabeza. Demasiado tarde pensarán algunos, porque el daño ya está hecho y no hay bálsamo contra el dolor.
¿Y cuántas cartas habrá? ¿Y qué dirán las palabras allí recogidas? No es fácil pedir o aceptar el perdón. De hecho, hasta resulta complicado comprender quién lo pide, a quién y por qué. Porque el perdón lleva implícito el reconocimiento de un error y se supone que el arrepentimiento, y por tanto exige la consciencia de ese yerro y la necesidad de perdonarse a uno mismo. Y ese perdón a uno mismo se me antoja complejo y difícil. Tanto como el acto de generosidad del que perdona. Porque el que perdona es generoso, pero también necesita de una reflexión y una comprensión sobre lo acontecido previa al acto de perdonar. Y eso no debe ser fácil, más cuando la pérdida son personas, seres queridos, arrebatados por el chasquido de la bala o la detonación de la bomba. Un chasquido y una detonación cuyo responsable toma ahora lápiz y papel para solicitar perdón, es decir para admitir un error y encontrar comprensión.
Desconozco lo que dice la ley al respecto (aunque se busque amparo en la Ley de Protección de datos), pero pienso que esas cartas no deberían estar presas en portafolios, archivos o cajones judiciales. Deberían ser liberadas y enviadas a sus destinatarios. Su autor no obtiene privilegio carcelario o judicial alguno y aunque imagino que es duro para los receptores e incluso que muchos se negarán a leerlas y otros permanecerán anclados en aquel “ni olvido, ni perdono” (acuñado por el ex ministro Enrique Múgica, tras el asesinato de su hermano), no dudo de que esas cartas y las relaciones que establezcan tras la lectura de las mismas el autor y los destinatarios (verdugo y víctimas) son un preciado material para construir el futuro. Salvo los fanáticos, de cualquier nacimiento, nadie puede discutir que sustituir las armas por las palabras es un camino a la paz.
http://www.elpais.com/articulo/espana/Txelis/busca/perdon/Yoyes/elpepuesp/20110227elpepinac_3/Tes
http://www.elpais.com/articulo/espana/Txelis/busca/perdon/Yoyes/elpepuesp/20110227elpepinac_3/Tes#despiece1
Probablemente sólo despertaron para los funcionariales ojos; ajenos, con excepciones, a esos territorios donde los asesinos buscan ser humanos y marcar la distancia con las bestias. Cuando la palabra sustituye a la bomba, la mirada borra el odio y las vísceras y los instintos se rinden a la cabeza. Demasiado tarde pensarán algunos, porque el daño ya está hecho y no hay bálsamo contra el dolor.
¿Y cuántas cartas habrá? ¿Y qué dirán las palabras allí recogidas? No es fácil pedir o aceptar el perdón. De hecho, hasta resulta complicado comprender quién lo pide, a quién y por qué. Porque el perdón lleva implícito el reconocimiento de un error y se supone que el arrepentimiento, y por tanto exige la consciencia de ese yerro y la necesidad de perdonarse a uno mismo. Y ese perdón a uno mismo se me antoja complejo y difícil. Tanto como el acto de generosidad del que perdona. Porque el que perdona es generoso, pero también necesita de una reflexión y una comprensión sobre lo acontecido previa al acto de perdonar. Y eso no debe ser fácil, más cuando la pérdida son personas, seres queridos, arrebatados por el chasquido de la bala o la detonación de la bomba. Un chasquido y una detonación cuyo responsable toma ahora lápiz y papel para solicitar perdón, es decir para admitir un error y encontrar comprensión.
Desconozco lo que dice la ley al respecto (aunque se busque amparo en la Ley de Protección de datos), pero pienso que esas cartas no deberían estar presas en portafolios, archivos o cajones judiciales. Deberían ser liberadas y enviadas a sus destinatarios. Su autor no obtiene privilegio carcelario o judicial alguno y aunque imagino que es duro para los receptores e incluso que muchos se negarán a leerlas y otros permanecerán anclados en aquel “ni olvido, ni perdono” (acuñado por el ex ministro Enrique Múgica, tras el asesinato de su hermano), no dudo de que esas cartas y las relaciones que establezcan tras la lectura de las mismas el autor y los destinatarios (verdugo y víctimas) son un preciado material para construir el futuro. Salvo los fanáticos, de cualquier nacimiento, nadie puede discutir que sustituir las armas por las palabras es un camino a la paz.
http://www.elpais.com/articulo/espana/Txelis/busca/perdon/Yoyes/elpepuesp/20110227elpepinac_3/Tes
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