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miércoles, 26 de septiembre de 2018

Castillo de naipes

Cuando el castillo de naipes se derrumba solo queda un puñado de cartas esparcidas. Son los restos de un naufragio sin la baraja marcada, porque en ese castillo los números o letras rojos o negros de las cartas carecen de valor. Pero eso sí, siempre estará en la sombra la dama de corazones, habitando en el territorio de la memoria entre las verdades rotas y las promesas incumplidas. Y el joker, boca arriba y con expresión burlona. 
La A de los ases asemeja un tejado que ya no cobijará a nadie y la mirada distraída sobre los ochos te muestra el infinito mientras nueves y seises juegan al engaño. En el suelo, los doses reiteran una innecesaria redundancia. Y el rey de trébol, como aquel emperador desnudo convencido de vestir elegantes ropajes, no logrará persuadirte de su suerte al no poseer siquiera un reino de papel. 
Los naipes son inconsistentes. Un golpe en la mesa, un soplo de aire o el impacto de un objeto desnudan su vulnerabilidad. Aún así albergan a la par fortuna y ruina. La experiencia te dice que ambas son transitorias y que aunque el castillo se derrumbe siempre podrás elevar uno nuevo sobre el tablero. También te enseña que puede ser duradero, pero nunca eterno. 
No hay que olvidar que las cartas siempre se mueven entre los dedos y que unas manos rápidas son capaces de crear espejismos donde desaparece el azar y solo pervive el deseo. 
Al contemplar el puñado de naipes esparcidos algunos infiernos parecen ahora lejanos. Sin embargo, los demonios nunca desaparecen del todo. Ni siquiera entre las cartas. 
La duda es si merece la pena levantar un nuevo castillo. Y la pregunta, sin respuesta certera, es ¿quién habita en el castillo de naipes?

domingo, 27 de marzo de 2016

Tiempos de resurrección

No cabe duda de que vivimos tiempos de resurrección. Los Rolling Stones resucitan el rock en la Isla, si es que alguna vez estuvo muerto. Y nosotros, previsores o adelantados a este tiempo, resucitamos el sábado 19 de marzo, fruto de otra pasión y sin hacernos cruces, de la mano, la voz y las guitarras de 091.
A algunos les sigue pareciendo obra del diablo, al que por cierto nunca le hemos visto mover los pies; solo caer. Pero estarán conmigo en que hay peores infiernos a los que descender. Y sus Satánicas Majestades lo único diabólico que ofrecen es su aspecto. 
Es innegable, aunque no lo digamos, siempre lo hemos pensado, en este infierno o en cielos cercanos, "sigue estando Dios de nuestro lado". 
De ángeles caídos y de otros que no eran tales ángeles pero tenían magisterio en eso de caer siempre hemos sabido algo. Los caminos que conducen inevitablemente al suelo, el apretón de dientes y los puños cerrados, las fuerzas desconocidas y halladas en lo más profundo del ser para rodilla en tierra volver a erguirse, los pasos vacilantes al principio y sin rumbo determinado una vez recobrada la vertical y la irreductible convicción de no dejarse vencer.
Y aún así carecíamos de fe, de esa que muchos exhiben golpeándose en el pecho y preparando los pies para patear al prójimo. 
El paso por los infiernos y la convivencia con nuestros íntimos demonios fueron y son otra forma de recordar. Más fidedigna y vigente que aquellas otras que el tiempo desdibujó por propia voluntad o por la incapacidad de conservarlas en la memoria. 
Pero fijamos la mirada en la línea del horizonte y las esperanzas murieron en la orilla rotas como la cresta de olas de ida y vuelta que no van a parte alguna. 
Y sí, había dioses y duendes, criaturas marinas y terrestres, cielos e infiernos, mundos y submundos y estelas en el agua y en la arena. Pasos perdidos sin dirección, saltos al vacío sin retorno y sueños rotos, la mayoría no recordados. 
Y aquella tumba que no era más que un agujero en la tierra, donde enterramos los mejores años, lo aprendido y lo anhelado, lo que éramos y lo que íbamos a ser, los libros, los discos y las botellas que no nos bebimos. También a aquellos que se fueron y ya no estarán. Cerramos aquel hoyo sin la consciencia de quedar sepultados. 
Hasta hoy. O ayer, cuando resucitamos.

sábado, 29 de agosto de 2015

Entre fuegos

Desde la noche de los tiempos se extendió la creencia de que el fuego purifica. No era algo literal, sino más bien una metáfora; pero los guardianes de la costumbre optaron por la literalidad frente a la literatura y aplicaron la llama a la carne para señalar el camino de la salvación. 
No es extraño por tanto que ahora, en nuestro días, sigamos abrasándonos en hogueras reales y ficticias. Aceptamos la condición destructora del fuego, puede que incluso la purificadora, y aplicamos la llama en carne propia y ajena. Y ardemos en esos fuegos, de igual manera que aceptamos su uso como elemento para destruir lo construido por el hombre, lo recibido de la naturaleza..., la vida. 
Es el mismo fuego que sirve para calentar o cocinar. Aquel que nos alumbró y de alguna manera contribuyó a iluminar a la humanidad. Y sin embargo, preferimos contemplarlo como algo terrible. Dañino. No es nuevo, siempre triunfa la visión negativa de lo que nos rodea; hasta cuando tiene algo bueno que ofrecer. 
No es extraña la fascinación de algunos ante las llamas. Sea lo que sea lo que arde. Y hayan sido ellos o no los responsables. Pero sí hay una línea que separa la fascinación de la enajenación. 
También es comprensible el deseo de algunos de retornar a pasados fuegos. Revisitar infiernos. Y vender almas a precio de saldo por un momento más entre las llamas. 
¿Una noche en el infierno? ¿Drogas y rock y un demonio con cara de ángel hasta el amanecer? Algunos se aferrarían a la purificación. Y clamarían por el fuego ¡Qué paradoja! Fuego llama a fuego. 
Pero otros, que han conocido esos fuegos y aquellos que nacen dentro para propagarse por la piel, no tienen miedo a quemarse. Incluso se abrasarían gustosos, aunque solo fuera una noche. Frente a la literalidad y para mantener el uso y significado de la metáfora.

jueves, 29 de julio de 2010

Achicharrados

Quizás a fin de cuentas la vida sea eso, disfrutar un instante como si durara siempre. Perder el sentido de lo efímero para ganar la fantasía de lo eterno. Y en hacer acopio de esos instantes "eternos", para convertirnos en coleccionistas de momentos "perennes". Aún a sabiendas de que nada es para siempre.

No es fácil, porque dedicamos mucho tiempo a bajar a los infiernos y muy poco a cruzar el paraíso. Hay descensos que duran una vida, del mismo modo que hay vidas que no son más que una estancia en el infierno. Y entre bajadas y estancias se nos va la vida. Achicharrados.

domingo, 18 de julio de 2010

Fuego del Sur

El fuego del Sur diluye la memoria. Apaga los rescoldos de anteriores estíos. De modo que cada año se convierte en un nuevo infierno.
Sobrevivimos. Evidenciamos una vez más la capacidad de adaptación del ser humano al entorno. Y resistimos al aumento de los grados, convenientemente amplificados por los medios de comunicación; que convierten lo habitual en noticia, queriendo dotarlo de la condición de excepcional. Presos de esa disolución de la memoria y agarrados a la reiteración de sobrepasar los límites de los 40 grados, que no varían las condiciones climáticas, pero inciden de forma negativa en la percepción térmica.
Los días de fuego conducen a las noches infernales. Cuando la soledad de los pensamientos en la vigilia es el preámbulo de un averno de insomnio. No hay reposo.
Cuentan de pasiones que abrasan más que el sol. Cuando terminan, avivan una candela en las entrañas, que no se puede apagar nunca. Y abren heridas en el corazón imposibles de cicatrizar. Marcan el particular descenso a los infiernos y convierten en ilusión una estancia en el paraíso.
Esas brasas inundan los solitarios pensamientos de las veladas y se funden con la quemazón del estío. Es el fuego del Sur, que pese a la incandescencia amenaza con la oscuridad, en una tierra de hombres y mujeres de luz.