sábado, 29 de agosto de 2015

Entre fuegos

Desde la noche de los tiempos se extendió la creencia de que el fuego purifica. No era algo literal, sino más bien una metáfora; pero los guardianes de la costumbre optaron por la literalidad frente a la literatura y aplicaron la llama a la carne para señalar el camino de la salvación. 
No es extraño por tanto que ahora, en nuestro días, sigamos abrasándonos en hogueras reales y ficticias. Aceptamos la condición destructora del fuego, puede que incluso la purificadora, y aplicamos la llama en carne propia y ajena. Y ardemos en esos fuegos, de igual manera que aceptamos su uso como elemento para destruir lo construido por el hombre, lo recibido de la naturaleza..., la vida. 
Es el mismo fuego que sirve para calentar o cocinar. Aquel que nos alumbró y de alguna manera contribuyó a iluminar a la humanidad. Y sin embargo, preferimos contemplarlo como algo terrible. Dañino. No es nuevo, siempre triunfa la visión negativa de lo que nos rodea; hasta cuando tiene algo bueno que ofrecer. 
No es extraña la fascinación de algunos ante las llamas. Sea lo que sea lo que arde. Y hayan sido ellos o no los responsables. Pero sí hay una línea que separa la fascinación de la enajenación. 
También es comprensible el deseo de algunos de retornar a pasados fuegos. Revisitar infiernos. Y vender almas a precio de saldo por un momento más entre las llamas. 
¿Una noche en el infierno? ¿Drogas y rock y un demonio con cara de ángel hasta el amanecer? Algunos se aferrarían a la purificación. Y clamarían por el fuego ¡Qué paradoja! Fuego llama a fuego. 
Pero otros, que han conocido esos fuegos y aquellos que nacen dentro para propagarse por la piel, no tienen miedo a quemarse. Incluso se abrasarían gustosos, aunque solo fuera una noche. Frente a la literalidad y para mantener el uso y significado de la metáfora.

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