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viernes, 1 de marzo de 2024

Blood on the tracks (con permiso Mr. Dylan)

He vuelto a andar. Escrito así parece como si hubiera estado impedido para hacerlo. Pero no, he retomado esas caminatas, generalmente vespertinas, que había abandonado por el tiempo y la salud. Unos seis kilómetros diarios, en torno a una hora andando entre olivos por un camino de tierra. 
Una hora en la que estás como alejado del mundo. Oyes los coches pasar por la cercana carretera e incluso, de vez en cuando, pasa alguno por el camino de tierra. También de vez en cuando te cruzas con otros caminantes, corredores, paseantes de perros, algún ciclista y hasta un caballo. 
Hoy al regresar, una ducha y un disco de Dylan, “Blood on the tracks”; probablemente el mejor disco del Viejo Bob, aunque tratándose de él es aventurado afirmarlo. 
La caminata es un remedio contra el anquilosamiento. Y a la vez, una desconexión del mundo, aunque esta nunca sea total. Contemplas el paisaje, asistes a un atardecer de esos que los fotógrafos soñaban con atrapar y que ahora se captura con el móvil en un abrir y cerrar de ojos y eres capaz de pensar las cosas más diversas, algunas extremadamente locas. Piensa en el hoy, en el ayer y en ese mañana, ese puto mañana que nunca acaba de llegar. Quizás todo se reduzca a una cuestión de tiempo, el transcurrido o el que ha de pasar. Quizás no llegue nunca. 
Hoy me he cruzado con apenas cuatro o cinco personas y con un perro color canela, me ha mirado como diciendo ‘este no es mi humano’ y me ha sonreído con la mirada de la misma manera que yo a él al coincidir nuestras miradas. He pensado que ninguno de los dos estamos ya para corretear mucho, pero todavía somos capaces de hacerlo, aunque fuéramos en dirección contraria. 
Escucho a Dylan y eso me place. No es que antes no lo hiciera, pero hubo una época en que llegué a detestarlo por esa otra música en la que, desde mi punto de vista, ser perdió. Le escucho y entiendo porque le dieron el Nobel de Literatura. En su día no acababa de aceptarlo, no porque no lo mereciera, pero me costaba entender cómo se lo otorgaban a él cuando no lo habían hecho con Borges, Cortázar o mi admirado Juan Gelman. Ahora escucho su música y comprendo el relato, ese viaje de días y de décadas que nos ha traído hasta aquí. 
Dicen que este disco habla de una ruptura y que en sus letras hay ira, angustia y soledad. También alguien dijo que las canciones eran largas y sonaban todas igual. Es posible que fuera así. Pero lo que es indudable es que este disco recorrió un largo camino y en algún momento de su caminar llegó a su mañana.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Los versos secuestrados

No andamos escasos de poetas. Y tampoco cortos de versos. Pero tengo la sensación de que los poetas se vuelven invisibles y los versos han sido secuestrados. Y huérfanos de ambos, poetas y versos, somos más vulnerables.
Dice Juan Gelman, otro ilustre de las letras argentinas que como Borges y Cortázar no tiene pinta de recibir el Nobel, que “con la poesía no vas a poder comer, ni vas a hacer la revolución, pero enriquece interiormente a aquel que alguna vez se le acerca” (El País, Babelia, 8 de diciembre de 2012).
Nunca tuve la mirada del poeta, si acaso una superficial capa en la piel de la que el agua y el jabón no logran borrar las palabras. Y a veces, ni eso. Pero miro entre las estrofas y en alguna ocasión me descubro en versos de lo cotidiano. Y cuando alcanzo a vislumbrar la luz más allá de las páginas de un poemario hallo la esencia de nuestra verticalidad.
Los poetas nunca abren la marcha. Empuñan la pluma. Con sus versos dan aliento a quienes han de agitar las ideas y causan temor a aquellos otros a quienes empequeñecen las palabras.
Hoy es necesario liberar los versos, para hacer posible la visibilidad de los poetas y la propia. Porque en tiempos de utopía, resistir es garantía de supervivencia.