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martes, 29 de noviembre de 2016

El adiós de Fidel

Al final era un ‘viernes negro’. Y el sábado despertamos con la noticia de la muerte de Fidel. No tengo lágrimas para la muerte de dictador alguno, pero si hay tristeza en el corazón por el adiós del revolucionario. Aquel barbudo que con otros como él lideró desde Sierra Maestra una revolución, “la revolución más hermosa” en palabras de Vargas Llosa, que daba esperanza a un continente, incluso más allá. 
Decía Cabrera Infante que las revoluciones mueren cuando triunfan y que lo que viene después es otra cosa. Quizás tenga que ver con la esperanza truncada en decepción, con los sueños y la realidad. O con esas dos Cubas, una física, que es la Isla, y otra que es la que se lleva en el corazón.
Cuba siempre ríe y llora, de alegría y tristeza. Y sangra, se duele, grita… y vive. Porque hay en la Isla un canto a la vida, hasta en la muerte. A Cuba se la ama. Y no es por llevarle la contraria a Pablo Neruda, pero no se apagarán las guitarras, aunque la patria vuelva a estar de duelo y la tierra vuelva a oscurecerse. 
Esta vez no mandó parar Fidel, paró él; aunque la realidad es que llevaba desde 2006 parado, el tiempo en que ha tardado en morir el hombre para alimentar diez años más el mito. 
Murió Fidel y hay quien festeja desde el odio y desde el rencor, pero en el fondo es una celebración de dolor; los unos, por la pérdida del comandante, del compañero Fidel; y los otros, por el abandono de la Isla, por el no retorno, por la herencia de hombres sin tierra legada de padres a hijos. 
Y también hay hienas que nunca pisaron la Isla, que no saben ni quieren saber y ríen porque es su condición. Presos de su naturaleza como el escorpión de la fábula. Y levantan las copas de la ignorancia para brindar contra el muerto al que desconocen. 
A pesar de los detractores, le acompañarán las palabras de Martí hasta su tumba de Santa Ifigenia. Sin que ahora importe demasiado que pueda ser cierta su apropiación de la figura del Padre de la Patria. Ya saben “sin ser martiano, no se puede ser bolivariano; sin ser martiano y bolivariano, no se puede ser marxista y sin ser martiano, bolivariano y marxista no se puede ser antiimperialista”. 
“La muerte es la cosecha” y en algún cielo ya se dibuja una nueva revolución. Fidel Castro, el Che Guevara y Enrique Meneses se han reencontrado en una Sierra Maestra que no aparece en los mapas; una cordillera eterna de sueños, de ideales, de esperanzas. Y Meneses, una vez más, estará ahí con la cámara de fotos y la máquina de escribir. 
¡Socialismo o muerte! Siempre será 26 de julio. Nunca faltarán quince para luchar. Ni uno para contarlo.
¡Hasta la victoria, siempre!

Foto: Fidel Castro, por Enrique Meneses. Fundación Enrique Meneses.

jueves, 1 de julio de 2010

El sacrificio de Fariñas

Guillermo Fariñas es un periodista cubano con apellido evocador de puro gallego. Un disidente del régimen de los hermanos Castro, cuya huelga de hambre reclamando la libertad de los presos políticos enfermos le ha situado en la antesala de la muerte. Una huelga de hambre que reanudó tras la muerte de otro disidente cubano, Orlando Zapata, enfermo por su estancia en las cárceles cubanas. De modo que su más que previsible muerte no va a ser la primera y tal y como pintan las cosas, ni la última.
Renunciar a la propia vida, en defensa de unas ideas, puede ser entendido como una soberana estupidez o como un acto de filantropía. Es obvio que implica un compromiso y una profunda convicción, aunque para los hermanos Castro no es más que un chantaje, ante el que por supuesto no piensan ceder.
La revolución muere justo en el momento de su triunfo. No es literal, pero es una máxima expresada por Guillermo Cabrera Infante en referencia a la revolución cubana y aplicable a cualquier otra. Lo que viene después es otro proceso y su desarrollo es por tanto distinto al propio proceso revolucionario.
Esa disparidad entre la revolución y el periodo posterior al triunfo de la revolución explica y avala la posibilidad de un cambio en los planteamientos y actitudes de aquellos que un día fueron revolucionarios y gobernantes los días posteriores. Si es evolución o involución es opinable, pero lo que no admite discusión es ese cambio de actitud.
El revolucionario y el disidente tienen varios elementos en común: luchan contra el poder establecido, reclaman libertad y un sistema político diferente al implantado y están dispuestos a dar su vida para lograr que su lucha y sus reclamaciones alcancen el éxito. Porque un revolucionario siempre es un disidente y un disidente aspira a convertirse en un revolucionario.
A la vista de la actualidad y la realidad cubana, los antiguos revolucionarios y los disidentes vigentes son incapaces de establecer roles distintos a los aprendidos y heredados. Así que la muerte sigue ocupando el espacio central de esa realidad cubana, y mientras los gobernantes dejan que la muerte sea el desenlace natural de las huelgas de hambre de los presos opositores, los disidentes continúan ofreciéndose para el sacrificio. El resultado es el inmovilismo y la inexistencia de vías alternativas para transformar esa realidad, lo que hoy en Cuba convierte en inútil la renuncia a la propia vida en defensa de unas ideas.

martes, 27 de abril de 2010

Cubanía

No hay revolución en el siglo XX más hermosa que la ‘revolución de los claveles”, ni alguna que levantara más esperanza que la ‘revolución de los barbudos’. La primera fue un ejemplo de cómo finiquitar una dictadura con el dictador de Portugal, Salazar, ya muerto; es decir, como desbaratar la herencia. La segunda, para desalojar del poder en Cuba al dictador Batista, fue un sueño. Ninguna de ellas se fraguó contra el poder legalmente establecido, sino contra la falta de libertad y los abusos de dos dictadores. Algo muy distinto a lo que pasó en países como España y Chile, donde un sector del ejército se levantó en armas para subvertir el gobierno legal (algo que parece innecesario recordar en la primera década del siglo XXI, pero que conviene hacer ante tanto “revisionismo” histórico interesado).
Como cantaba Pablo Milanés en referencia a Cuba, “amo esta isla”, aunque yo obviamente no soy del Caribe. Y amé y soñé esa revolución que se produjo cuando yo ni siquiera aún había nacido.
Una revolución que como recuerda Guillermo Cabrera Infante en su obra póstuma “Cuerpos divinos” (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2010), fue el final de un proceso: "Las revoluciones son el final de un proceso de las ideas, no el principio, y es siempre un proceso cultural, nunca político. Cuando interviene la política -o mejor los políticos- no se produce una revolución, sino un golpe de Estado, y el proceso cultural se detiene para dar lugar a un programa político. La cultura entonces se convierte en una rama de la propaganda. Es decir, las ilusiones de la cultura, el sueño de la razón, se transforman en pesadilla".
Sólo he estado una vez físicamente en Cuba, en la parte Oriental de la Isla, Santiago de Cuba, y en La Habana. Pero del mismo modo que visité París de la mano de Alfredo Bryce Echenique desde un ‘sillón Voltaire’ con “La vida exagerada de Martín Romaña” y “El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz” o Barcelona, con Manuel Vázquez Montalbán y Eduardo Mendoza, siempre de una forma u otra (literatura, música, cine….) vuelvo a la Isla.
Ahora retorno a La Habana con la obra póstuma de Cabrera Infante y de la mano de Juan Goytisolo (‘La Habana de un infante en nada difunto’, El País, domingo, 25 de Abril de 2010), como también hiciera no ha mucho con Juan Cruz en otras páginas del mismo diario (‘Caín resucita en noviembre’, El País, viernes, 12 de marzo de 2010).
No he leído este libro de Cabrera Infante, porque la economía de guerra impuesta por la falta de laboro me imposibilita su compra, pero coincido con Goytisolo en su respuesta a uno de los héroes del Granma, el comandante William Gálvez, cuando en un encuentro reciente entre ambos el militar afirmó que Cabrera “no era cubano”; “No hay escritor, escribe Goytisolo, que lo sea más que él. La Habana y Guillermo son ya indisociables. Los vencedores se truecan siempre en fiscales de la historia, pero no estoy muy convencido de que ésta les absuelva, como sinceramente creían hace cincuenta y tantos años”.
Las dictaduras nunca pudieron acallar las palabras de escritores y trovadores. Cuando se trata de Cuba, siempre recomiendo la lectura de “Persona non grata”, del escritor chileno y Premio Cervantes, Jorge Edwards. Y de Cabrera Infante, me quedo a pesar de “Tres tristes tigres”, con “La Habana para un infante difunto”.
Para mí hay otros escritores cubanos asociados a La Habana como Alejo Carpentier, Reinaldo Arenas, José Lezama Lima o Abilio Estévez. Y otros escritores y trovadores que han hecho gala de su cubanía; pero es cierto, como dice Goytisolo, no hay escritor más cubano que Guillermo Cabrera Infante; ni músico, con permiso de Benny Moré, que Bebo Valdés.

domingo, 10 de mayo de 2009

Adriá, el hombre que pudo ser Dios

Anoche tuve oportunidad de ver en la 2 un documental sobre el restaurante “El Bulli” y con posterioridad un debate sobre si la gastronomía es cultura o negocio (a mi juicio un desafortunado e innecesario punto de partida para el mismo). Entre otros invitados participaron en el debate dos cocineros, Adriá y Aduriz, y lo moderó una periodista que por mor de prodigarse en la pantalla (59 segundos, especiales, debates) comienza a parecerse cada vez más a un busto parlante cuya misión sea confundir a los telespectadores y cortar a los invitados, los verdaderos protagonistas, para introducir a destiempo intervenciones grabadas y entorpecer las de los invitados del plató, excepto la del representante del Gobierno.
A pesar de ello pude deleitarme con las palabras de Ferrán Adriá, un hombre que pudo ser Dios y eligió seguir siendo un hombre. Y además, un cocinero, un artista. Entre la humildad y la vanidad, ha optado por la primera; y entre el glamour y el trabajo, por el segundo. Junto a él, Aduriz, uno de sus discípulos que junto al arte de los fogones, debió impregnarse también de los valores del maestro. Dos creadores comprometidos.
Probablemente nunca iré a “El Bulli”, por motivos crematísticos y porque sería incapaz de fijar un cita con tanta antelación cuando apenas se lo que voy a hacer mañana. Aunque me encantaría. De ahí que agradezca un documental tan verídico, tan real y tan natural. Y de ahí que agradezca que convirtieran el salón de mi casa en un palco y a mí en un espectador privilegiado.
Pude asistir desde mi sofá al teatro “El Bulli”. Disfruté con los preparativos, con la intendencia; con el símil escénico podríamos denominarlos ensayo. Y sobre todo gocé con la función de “La cena de los afortunados”. Unos decorados sin excesos, sin pretensiones dejaban todo el protagonismo a los actores de la obra: camareros, cocineros, clientes… Así disfruté de la danza de los camareros, del romance de los cocineros y de los coros de los comensales. Y cómo no, del papel estelar de los platos, sólo un goce visual porque la televisión no permite aún el acceso al sabor y al olor. ¡Qué espectáculo! Platos con trozos del arco iris, de océanos, de praderas y del jardín del paraíso. Bañados con vinos blancos y tintos, cavas y licores para completar los colores de la paleta del pintor. Y para terminar, el placer de un habano. Una rueda de cajas de habanos, con las maderas grabadas, decoradas, envejecidas, barnizadas y en su interior ordenados como soldaditos de plomo, los cigarros, excelsos, algunos con vitola (que me perdone Cabrera Infante), otros desnudos, sólo envueltos en su capa. ¡Bravo, bravo, bravo!
En el debate, preguntó Adriá en varias ocasiones ¿qué queremos ser de mayores? Una pregunta sobre el futuro de la gastronomía española claramente dirigida al representante del Gobierno. Yo me quedo con la pregunta, no para mí, sino para los que vienen detrás. Que sean lo que quieran, cocineros, bomberos, pilotos, médicos, deportistas… Y que no sean dioses, sino hombres y mujeres que apuesten por la humildad, el esfuerzo, el trabajo… y el compromiso.