lunes, 8 de abril de 2019

Reencuentro con el Corto

Al final lo he hecho. Me decidí. Tras años de posponerlo y limitándome a adquirir algunos de los cuadernos sueltos y tras conseguir por enésima vez el mismo, el número uno, el de siempre, “La balada del Mar Salado”, estoy comprando por entregas la colección completa del Corto Maltés; la criatura del desaparecido Hugo Pratt. 
Son doces volúmenes y ya ha entrado en la estantería el séptimo, así que mal se debe dar el asunto para que no sea capaz de completarla. No es habitual en mí comprar libros de esa guisa, uno cada dos semanas y además sin saber cuál toca. Lo más gracioso es que el que quiero, mi debilidad, “Fábula de Venecia”, ni siquiera ha salido aún a la venta. Debe ser la Ley de Murphy. Seguro que de no haber tomado la decisión de completar la colección lo habrían puesto a la venta entre los primeros. Tampoco ha salido a la venta “Tango”, otra de mis debilidades. 
No lo saben, pero el Corto y yo somos viejos camaradas. Hemos viajado por exóticos países y vivido increíbles aventuras. Él, marino descreído, atrapado en las páginas de un cómic. Y yo, también descreído, atrapado en un sillón. 
Coincidimos en Lisboa hace más de una década, cuando deslumbraba el nuevo milenio. Fue en el bar Inglés. Y apenas cruzamos una mirada. 
Era al anochecer de un día de verano. El Inglés estaba casi vacío, solo el barman y dos clientes. Yo me disponía a abonar la cuenta cuando él se plantó en el umbral de la puerta. Es evidente que conocía el garito. Normal, hay sitios que solo saben paladear unos pocos. Miró al frente, avanzó unos pasos hasta llegar a mi altura y cruzamos las miradas. Debería obviar reseñar que nos reconocimos enseguida. Cosas de aventureros. 
Ahora, con el paso del tiempo, creo que debí haberme quedado en El Inglés y compartir un trago con el Corto. Para festejar por los viejos tiempos y por los venideros. Pero entonces ambos sabíamos que no era una buena idea. La noche se hubiera prolongado hasta el amanecer, de un día o de varios; incluso habríamos sido capaces de embarcarnos en cualquier nave sin un destino predeterminado. 
Hace unos años estuvimos a punto de coincidir en Barcelona, pero los hilos de las Moiras se trazaron paralelos y en ningún momento llegaron a cruzarse. Así que queda en sus manos tejedoras la oportunidad de un reencuentro. 
Tenemos los mares y las islas, los puertos y sus tabernas, los lugares secretos de Venecia y los pies hundidos en la arena y la mirada perdida en el horizonte, en esa línea indefinible que separa el océano y el cielo tras la que se esconde un principio sin final. Nos queda el recuerdo de lo vivido y el futuro de lo imaginado; las huellas de nuestros pasos, de las que ignoramos si seremos capaces de volverlas a pisar. Y el Inglés de Lisboa.

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