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jueves, 22 de julio de 2010

Antón, el clown

Mi trabajo me ha permitido y me permite conocer a personas a las que probablemente no tendría acceso si me dedicara a otro trabajo. Algunas de esas personas son prescindibles, pero otras pasan a engrosar un álbum o un archivo imaginario que permanece para siempre junto a mí y constituye una parte de mi propia vida.
Ayer conocí a una de esas personas, aunque ha sido hoy cuando realmente hemos conversado y por tanto, hemos abierto la puerta del mutuo conocimiento. Es actor y payaso, aunque él prefiere utilizar el término clown. Es murciano, como mi amigo librillanico Antonio Rodríguez, y se llama Antón Valén.
Les contaré que era sordomudo y que aprendió a hablar. Que no le gusta que le recuerden constantemente que fue uno de los clowns elegidos para participar en el año 2002 en el espectáculo “Alegría”, del Circo del Sol (Cirque du Soleil), y se quedó hasta 2007 tras una exitosa gira mundial, y que tampoco le gusta que le digan que es uno de los mejores payasos del mundo.
Ahora se dedica a enseñar a otros a ser payasos y su empeño es crear una Escuela del Comediante. En esta vida de lágrimas, él apuesta por la risa y por enseñar a otros a reír y a hacer reír. Dice que es un privilegio dar clase, aunque yo creo que los privilegiados son los depositarios de sus enseñanzas.
Hemos hablado de circo, de literatura, de la Iglesia, de ciudades como Murcia, Baeza y Úbeda, de conventos y monasterios, de oficios y artesanos… de cosas sencillas de la vida. Y hablando con él, he recordado que hace algunos años en la ciudad que habito conocí a un joven, preso por trapichear con drogas. Fue a la primera persona que escuché cara a cara expresar con orgullo su condición de payaso. Había aprendido a ser payaso en la Ciudad de los Muchachos. Trabajó en varios circos, pero llegaron los malos tiempos y muchos de esos circos desaparecieron. Perdió su empleo, y la desesperación le llevó al menudeo y éste al talego. Cuando le conocí estaba a punto de cumplir su condena y salir en libertad. Nunca volví a saber de él. Luego el circo recuperó su esplendor y las carpas volvieron a deslizarse por las carreteras y a recortar los cielos de las ciudades. Me gusta pensar que la vida volvió a sonreírle y está en una de esas carpas tras una cara pintada y una nariz roja.
Antón Valén termina mañana de impartir el taller “El actor frente al clown”, en la Escuela de Teatro de la UNIA. Dice que hace 10 años visitó el Palacio de Jabalquinto de Baeza y se dijo que algún día daría clase allí. Lo ha logrado, aunque el privilegiado he sido yo. He conocido a un actor y payaso que va por la vida sin prisa, con la humildad y la sonrisa como tarjeta de presentación, con la convicción de que las cosas vienen cuando uno menos las espera y de que lo único que podemos hacer para lograrlas es dar lo mejor de nosotros mismos y hacerlo con pasión.
A partir de hoy, antes de llamar payaso a alguien, lo pensaré bien.

martes, 17 de noviembre de 2009

La metáfora de la vida

No hay recreación del boxeo como la realizada en el cine. Del mismo modo que no hay mejor estampa de un boxeador que su posado con los guantes en alto y la mirada desafiante para ser atrapado en la cámara de un fotógrafo o en el lienzo de un pintor. Tampoco creo que haya mejor descripción de un perdedor o del mito caído que la del boxeador y su KO vital, realizada con palabras por algunos literatos.
Como tantas otras cosas el boxeo no admite medias tintas, lo que un poeta denominaba pastelitos de merengue. O te gusta, o lo detestas. Si no te gusta, no hay nada que hacer; te parecerá una atrocidad, una demostración de barbarie, que dos personas suban a un ring a enfrentarse a puñetazos. Que el sudor se mezcle con la sangre, y que los cuerpos abandonen el baile nacido en sus pies para acabar serpenteando por el aire antes de caer a la lona. No querrás entender nada de las reglas del pugilismo y mucho menos de la nobleza de los boxeadores. Del camino de sacrificio exigido para enfundarte unos guantes, de las horas en el gimnasio golpeando un saco, de las miles de fintas dibujadas ante el contrincante imaginario o de los sueños encerrados en un cuadrilátero de 16 cuerdas.
Si te gusta, incluso aunque no sea de forma apasionada, eres capaz de ver esas cosas y de disfrutar el ambiente especial de los combates en directo. El sábado en la ciudad que habito se celebró una velada de boxeo y una vez más, no pude ir. Era la VI Velada de Boxeo que promovían los hermanos Buendía, Raúl y Jesús, ya saben esos dos hermanos con apellido de novela de García Márquez y apasionados del boxeo. Me hubiera gustado ir, pero celebrábamos el cumpleaños de mis peques y ellos sí son mi pasión.
Dicen que las pasiones pueden cegarnos, mientras que una degustación nos hace apreciar los más variados aspectos de lo degustado. Para mí el boxeo se acerca más a la degustación que a la pasión. Quizás porque me sigue pareciendo una metáfora de la vida, que me hace sentir simpatía e incluso admiración hacia el encajador, el boxeador que se faja en el cuadrilátero y que acaba mordiendo la lona para volverse a levantar. Puede que ese boxeador algún día alcance la victoria o puede que nunca lo haga, pero es capaz de recibir, caer y levantarse una y otra vez para alcanzar un sueño. No dudo de que su bolsa de dinero por el combate es inferior a la del campeón, pero su bolsa de la vida será infinitamente superior.

lunes, 22 de junio de 2009

La quimera del fútbol

El fútbol y la política producen ceguera. En algunos casos la ceguera es sólo temporal, pero en otros, en demasiados, es permanente. Y lo preocupante es que no parece tener cura.
En la ciudad en la que habito ayer tocaba fútbol. El equipo local tenía la posibilidad de ascender a segunda división si ganaba el partido. Había empatado en el partido previo en cancha ajena y ayer con ganar por un gol de diferencia ascendía. No pudo ser. Tocó cruz.
En términos económicos, el ascenso del equipo hubiera supuesto para la ciudad un pellizco, según leí en la prensa local unos 600.000 euros. En el terreno de los sentimientos es difícil evaluarlo, aunque sin duda la euforia y la emotividad se habrían disparado.
Ayer poco o nada importaban la crisis económica, la falta de empleo en una ciudad y una provincia que ha dependido del monocultivo del olivar y de la construcción, sectores hoy en retroceso, el caos circulatorio o las altas temperaturas. Ayer era día de hipnosis colectiva. El campo a reventar, el corazón desbocado y los sueños reducidos a sólo un ensueño.
Cuando fui a comprar el periódico por la mañana en las calles ya se veía a grupos con banderas y camisetas del equipo local, a pesar de que el partido no comenzaba hasta las nueve de la noche.
Esta mañana, a la crisis, al desempleo y a las altas temperaturas se sumaba la frustración; la decepción. He ido a comprar el periódico y no se hablaba de otra cosa. He ido a tomar un café y no se hablaba de otra cosa. Y me temo que en cualquier punto de la ciudad al que vaya esta mañana voy a oír los mismos comentarios y voy a ver las mismas caras de chasco. Ante este panorama, como tantos otros me pregunto qué tiene el fútbol para provocar esta pasión, para subir al cielo o bajar al infierno en 90 minutos. Y sobre todo, ¿por qué la gente no se implica, no se compromete con otras cuestiones de mayor relevancia y que le afecta en aspecto fundamentales de su vida?