No
me faltan las palabras, aunque en ocasiones tenga que rebuscar en el fondo del
baúl. Pero es cierto que algunas veces las palabras parecieran esconderse y
cuesta hallar aquellas precisas para expresar lo que aprieta en algún lugar del
pecho, oprimiendo como si faltara el aire y empujando para salir.
Es
una lucha desigual, porque sabes que incluso a tientas acabarás por encontrar
la palabra deseada. Pero como en todo combate hay un antagonista, real o
imaginario que te obliga a dar lo mejor o lo peor de ti mismo, tal vez parte de
los dos, y ni siquiera eso te conduce a la victoria.
Cuando
das lo mejor, pese a haber caído, mantienes la dignidad y la capacidad de
volver a ponerte en pie. Ese es el combate en el que descubres que el verdadero
rival al que te enfrentas eres tú mismo. Que no hay mayor antagonista que tú.
Llegar,
estar y marcharte. A eso se reduce la vida. Lo fundamental es saber estar y lo
deseable, poder elegir cómo marcharte. Hay quien no aprende a estar, pero se
marcha por la puerta grande. Y hay quien no sabe estar y mucho menos marcharse.
Y claro, están los que se marchan pero no se acaban de ir nunca, porque los
retenemos junto a nosotros prendidos por hilos invisibles.
Su
recuerdo nos humedece los ojos, nos produce congoja y aunque también nos
arranca una sonrisa ayuda a que las palabras se oculten y nos empuja a ese
combate desigual sin vencedores ni vencidos. Son aquellos que nos hacen pensar
que estamos en un loco mundo y que la vida, la vida que mala es.
Y
una vez más, tras caer y volver a ponernos en pie, descubrimos que de nuevo
estábamos equivocados. No es tan mala la vida, porque siempre llega el sol.
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