Se
fue la Garbo y ahora Gabo no le ha andado a la zaga. Nos quedan Macondo y
aquellos otros territorios imaginarios cuyas puertas nos abren la literatura y
los grandes escritores.
No
voy a escribir sobre García Márquez y su obra literaria y periodística. Tampoco
sobre ese nuevo Siglo de Oro de la literatura española que supuso en el XX el
boom de la narrativa, fundamentalmente, del otro lado del Atlántico. Y no voy a
citar a otros para dejar en el olvido a aquellos que no lo merecen.
Y
mucho menos voy a presumir o a dejar constancia de haber conocido a García
Márquez más allá de su obra literaria. Nunca, que yo sepa, coincidimos en parte
alguna. Así que no tengo material de primera, ni siquiera de segunda; carezco
de anécdotas o del deslumbramiento correspondiente ante una presencia que se me
antoja inenarrable por su doble condición de creador literario y periodístico.
Recuerdo
haber leído “Crónica de una muerte
anunciada” de un tirón en una madrugada y no he olvidado que amarré la nave
a la espera de que amainase la tempestad con “El amor en los tiempos del cólera”, a la que siempre añadía la
coletilla ‘y de la cólera’. Nunca tuve putas tristes, pero no fui indiferente a
esa falta de alegría, así que compartí las de la memoria de aquel viejo y
entrañable gacetillero nacido de la pluma de Gabo. Y no me dieron la opción de
vivir para contarlo, así que tuve que conformarme con contarlo para vivir.
En
pocos meses, apenas un suspiro, la pelona no ha parado de danzar. México, un
país que viste a la muerte de fiesta, se ha llevado de jarana a Gelman y a
García Márquez, pero las letras dejaron de bailar. Y a nosotros nos quedó cara
de funeral.
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