Hoy
podía haber sido un gran día. Depende de las expectativas de cada uno. Yo hace
tiempo que me lo tomo con indiferencia gatuna. No me afecta, por ahora, la
cuestión de sumar o restar, según la perspectiva, en la alforja de la vida.
Tampoco tengo vocación de presentar una candidatura de futuro para que me
apliquen el carbono 14 o lo que haya deparado la ciencia.
Así
que aún consciente de que no es un día como otro, no le pido grandeza y le
agradecería que reserve miserias para otras fechas. Pero en esto, como en otros
menesteres, estamos en manos del capricho. Por un lado, el Santo Padre me
obsequia con su renuncia, que hubiera sido más sonada si a la par anuncia el
desmantelamiento del chiringuito, tan rentable pese a los siglos. Pero por
otro, me regala un pesar.
Un
aldabonazo para hacerme pensar en lo efímero. En el azar que transforma lo
excepcional en habitual. Y nos hacer aceptar como normal aquello que es el
mayor don recibido, la vida.
La
existencia. Que bien podría ser una moneda lanzada al aire, que cae de un lado
u otro, cara o cruz, o queda de canto para regocijo de pronosticadores o de
profetas del mal fario. Un vuelo en el aire, donde se dibuja el destino y donde
se nos niega la posibilidad de intervenir.
En
ese vuelo el tiempo no es real. Puro artificio. Ficción de ¿dioses? ¿ hado? o
querencia de mortales. Y la moneda girando hasta caer no establece precio de
compra-venta, pero determina como el dedo perverso de un emperador lo que
valemos.
Dos
criaturas de 6 meses y 500 gramos han abierto la ventana del mundo y esperan la
caída de la moneda, la oscilación del pulgar que altera la tasación.
No
pedimos localidades, pero nos reservaron asiento en primera fila para contemplar
el giro de la moneda, sin que podamos emitir un leve soplido para variar su
rumbo y garantizar que saldrá cara. Pintan bastos. Quisiera apostar a pares, pero…
la banca gana cuando en la mesa se desnudan los naipes y en tu mano duermen los
dados, que al bailar hacen brillar la esperanza en los ojos de serpiente.
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