Escher, en el Parque de las Ciencias de Granada. Delacroix, en CaixaForum de Madrid. Y el Hermitage, en el Museo del Prado. En 8 días, un recorrido de ensueño. Mejorable, por supuesto. Pero irrepetible, también.
Los gatos somos de deambular, aunque también nos gusta tumbarnos al sol y con los ojos entreabiertos o semicerrados observar a nuestro alrededor. Y, cómo no, somos criaturas de la noche. No gustamos a mucha gente. Hay quien cree que no somos de fiar, solitarios, huraños… Prefieren a los perros.
Que nadie se engañe. Rara vez he visto a un perro deambular entre obras de arte y mucho menos, disfrutar con ello. Miran, babean y quizás, si hay suerte, se abstengan de dejar un recuerdo en el piso o de regar el pedestal de una estatua.
En cambio para un gato, un museo es un magnífico lugar por el que deambular, donde deslizarse entre la gente y observar, incluso con descaro, porque las pinturas, esculturas o cualquier otra obra expuesta atraen la atención de los visitantes, casi de forma hipnótica, y no reparan en el gato ni siquiera cuando les roza al pasar.
Conocía las composiciones geométricas de Escher, sus escaleras imposibles y su peculiar perspectiva, pero desconocía su primera obra, sus paisajes de rincones italianos y sus miradas nocturnas sobre esos paisajes. Me cautivó un nocturno del Coliseo.
Delacroix no me apasiona, pero es un privilegio contemplar una centena de sus obras. Sus alegorías, la influencia de otros artistas en su obra y su marcado carácter romántico. Me llamaron la atención sobremanera un par de acuarelas.
El Hermitage, y en el Prado, es sencillamente un lujo. Me quedé con ganas de más. Y aún así, al terminar de deambular por la exposición subí al claustro, me senté en un banco, rodeado de esculturas de bronce y mármol, y repasé mentalmente lo que había contemplado hacía unos minutos. Las pinturas, las joyas y, especialmente, las esculturas, como las de Canova y Rodin.
Hay quién dice que no pisa un museo o una galería porque no entiende de arte. Imagínense lo que puede entender un gato. Pero no creo que nadie sea inmune a los sentimientos y emociones que nos transmiten una pintura, una escultura o cualquier otra expresión artística, con independencia de la intención de su autor al crearla. Sumar a esos sentimientos y a esas emociones además el conocimiento es uno de nuestros retos pendientes como sociedad. Aprendamos y demos la oportunidad a los que vienen detrás para que también aprendan. Pero mientras, no renuncien a deambular como un gato por los salones de una pinacoteca o por cualquier sala de exposiciones.
Los gatos somos de deambular, aunque también nos gusta tumbarnos al sol y con los ojos entreabiertos o semicerrados observar a nuestro alrededor. Y, cómo no, somos criaturas de la noche. No gustamos a mucha gente. Hay quien cree que no somos de fiar, solitarios, huraños… Prefieren a los perros.
Que nadie se engañe. Rara vez he visto a un perro deambular entre obras de arte y mucho menos, disfrutar con ello. Miran, babean y quizás, si hay suerte, se abstengan de dejar un recuerdo en el piso o de regar el pedestal de una estatua.
En cambio para un gato, un museo es un magnífico lugar por el que deambular, donde deslizarse entre la gente y observar, incluso con descaro, porque las pinturas, esculturas o cualquier otra obra expuesta atraen la atención de los visitantes, casi de forma hipnótica, y no reparan en el gato ni siquiera cuando les roza al pasar.
Conocía las composiciones geométricas de Escher, sus escaleras imposibles y su peculiar perspectiva, pero desconocía su primera obra, sus paisajes de rincones italianos y sus miradas nocturnas sobre esos paisajes. Me cautivó un nocturno del Coliseo.
Delacroix no me apasiona, pero es un privilegio contemplar una centena de sus obras. Sus alegorías, la influencia de otros artistas en su obra y su marcado carácter romántico. Me llamaron la atención sobremanera un par de acuarelas.
El Hermitage, y en el Prado, es sencillamente un lujo. Me quedé con ganas de más. Y aún así, al terminar de deambular por la exposición subí al claustro, me senté en un banco, rodeado de esculturas de bronce y mármol, y repasé mentalmente lo que había contemplado hacía unos minutos. Las pinturas, las joyas y, especialmente, las esculturas, como las de Canova y Rodin.
Hay quién dice que no pisa un museo o una galería porque no entiende de arte. Imagínense lo que puede entender un gato. Pero no creo que nadie sea inmune a los sentimientos y emociones que nos transmiten una pintura, una escultura o cualquier otra expresión artística, con independencia de la intención de su autor al crearla. Sumar a esos sentimientos y a esas emociones además el conocimiento es uno de nuestros retos pendientes como sociedad. Aprendamos y demos la oportunidad a los que vienen detrás para que también aprendan. Pero mientras, no renuncien a deambular como un gato por los salones de una pinacoteca o por cualquier sala de exposiciones.
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