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martes, 26 de octubre de 2010

Pobrecitos


Pobrecitos hay muchos repartidos por el mundo. Y sin embargo, uno de los más grandes o al menos de los que hicieron gala de esa presunta carestía se paseaba por La Villa y Corte. Romántico y de magistral pluma, ignoro su verbo, aunque lo imagino a la altura de esa pluma. Se llamaba Don Mariano José de Larra, conocido también por Andrés Niporesas, Fígaro o El pobrecito hablador.
Hoy no he podido evitar recordarlo. Y tras no demasiadas vueltas he llegado a la conclusión de que la calificación de pobrecito no desmerece y que lo realmente doloroso e intencionado es el complemento. Sin duda, su uso tiene como objeto zaherir, hacer chanza de aquel al que va dirigido; lo que no impide que en ocasiones a la par que veja a éste retrata al que alardea de verbo.
Ese retrato, que más que pintura bien pudiera ser una instantánea, recibe los parabienes o las críticas de seguidores y detractores. De modo que entre flores y venablos envenenados se corre el riesgo de distorsionar la imagen y perder la perspectiva.
Ha ocurrido, testimonialmente, con el Nobel concedido a Mario Vargas Llosa, cuando sus detractores perdían la perspectiva para olvidar el carácter literario del galardón otorgado y dejando a un lado su indiscutible calidad literaria lo creían desmerecedor del mismo por cuestiones ajenas a la literatura tales como ideas o creencias.
Y ocurre hoy con Arturo Pérez Reverte, que obviamente carece de la calidad literaria de Vargas Llosa y por supuesto de su savoir faire. De igual manera que es conocida su labor periodística, por aquellos que compartieron etapa con él en la televisión pública española y en particular, durante la Guerra del Golfo, cuando sus crónicas eran más propias de una representación teatral que del género periodístico.
Le ha ido bien como periodista y escritor. Y supongo que eso le hacer ir un poco sobrado por la vida y tirar de palabras gruesas para que todo el mundo le entienda y nadie se lleve a equívocos. A fin de cuentas, la literatura y la expresión también son cuestión de estilo. Y él, como anoche en la Red, deja el suyo por donde pasa; ya sean las páginas del dominical, una charla en la web de El Mundo, una visita a Cádiz o una estancia en Méjico. La ha vuelto a armar y no se entiende el revuelo sin una pérdida de esa perspectiva, porque a quién le importa la opinión de Arturo Pérez, si al lado de Larra y Vargas Llosa es un pobrecito.
Foto: Pérez Reverte, en los Balcanes, en su época de corresponsal en TVE. Tomada de www.icorso.com/hemeroteca/tve.htm.

jueves, 3 de junio de 2010

Dejarse llevar

Me dejaba llevar, me dejaba llevar por ti. Recordando este fragmento de una letra de Antonio Vega, pensaba que nos dejamos llevar por cualquier cosa. Como la rama arrastrada por la corriente. Incapaz de oponerse a la fuerza del agua, salvo cuando queda atrapada entre las rocas; momentáneamente, hasta que de nuevo el agua la arrastra.
Podría parecer en ese momento que varada entre las rocas la rama es capaz de resistir los embates del agua. En apariencia. Hasta que la corriente la arranca de esa imaginaria fortaleza de piedra y la sumerge y transporta. El agua fija el rumbo, del mismo modo que la mano experta maneja los hilos de la marioneta creando la ilusión de que está dotada de vida.
Las personas nos parecemos a la rama arrastrada por el agua. Nos dejamos llevar por la corriente; a favor o en contra da igual, es lo de menos. Incapaces de resistirnos al empuje de la misma, sólo algunos alcanzan a erguirse entre las rocas y hacernos creer al resto que son autónomos frente a esa corriente de opinión generalizada. Y no es así, porque en realidad esa supuesta manifestación al margen de la corriente no es más que la constatación de la existencia de otras corrientes, como un nudo de autopistas cruzándose en distintos niveles.
No queremos reconocerlo, salvo excepciones, no hay cimientos sólidos en la base del pensamiento. Así que construimos teorías sobre escuálidos argumentos y hacemos nuestro aquel principio de la veracidad sustentada en la reiteración. Lo que nos lleva irremediablemente a deambular por esas autopistas entrelazadas y nos aleja de la posibilidad de construir nuevas vías de pensamiento.
Nos dejamos llevar por la corriente, ignorando si existe siquiera la opción de elegir entre parecer rama o ser agua.

viernes, 24 de julio de 2009

Fundamentalistas

Un periodista a la hora de elaborar una noticia debe distinguir entre información y opinión, para realizar bien su trabajo. Si tuviera que escribir una noticia sobre el aborto o sobre el anteproyecto de la nueva ley del aborto debería ceñirse a la información: explicar los principales aspectos de la ley, las diferencias con la anterior, destacar su carácter novedoso si no existiera alguna ley anterior, reseñar a sus defensores, a sus detractores y a quienes la ley les causa indiferencia, situarla en el marco jurídico de países cercanos por proximidad geográfica, política…, y como es obvio omitir su opinión sobre la misma, es decir no manifestar su rechazo, su respaldo o su indiferencia.
En el caso de tener que elaborar una columna de opinión, el asunto cambia. En este espacio, aún con la inclusión de datos meramente informativos, el periodista puede expresar su rechazo, su respaldo o indiferencia hacia esta ley e incluso, sería aconsejable, argumentarlo. Actuando así, el periodista además de ejercer el derecho de informar, con una buena praxis, estaría garantizando el derecho a la información; en ambos cumpliendo con su obligación y con las exigencias de su profesión.
Entiendo que esto es extrapolable a cualquier profesión u oficio y a las personas que los ejercen. Por eso me llama la atención la actuación y actitud de algunos de los jueces del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), porque pienso que cuando a estos jueces se les demanda un dictamen jurídico sobre el anteproyecto de ley del aborto o sobre cualquier otro asunto de su competencia, éste debe sustentarse en fundamentos jurídicos y no en convicciones personales.
De lo contrario, nos exponemos a una inviable legislación a la carta, que también debería prever los posibles cambios en las convicciones o creencias de los ciudadanos; y lo que a mi juicio es peor, a imposiciones de corte fundamentalista alejadas de criterios profesionales; porque si en un dictamen profesional tiene más peso la creencia que la ciencia para qué necesitamos los órganos profesionales y sus dictámenes.