martes, 1 de octubre de 2024

La ciudad invisible

Quizás haya llegado el momento de alcanzar mi ciudad invisible. He conocido algunas de esas ciudades, pero es probable que no pasara el tiempo necesario en ellas o que la realidad pudiera más que el deseo. 
Es posible que ese paso no fuera otra cosa que el tránsito natural en la vida de un estado de consciencia a otro difícil de calificar. O que en ese equilibrio entre lo visible y lo invisible se impusiera lo contemplado provocando un desequilibrio. 
Ahora recibo de nuevo señales, esas que todos percibimos en algún momento de nuestras vidas, y a las que salvo excepciones no hacemos caso. Recuerdo que una vez sí las escuché y me rebelé contra lo que creía que era el fin. No quería aceptarlo o quizás no estaba preparado para ello. Como si jugara con las bolas del ábaco, con la consciencia de que es una operación cuyo resultado no puedo resolver. 
Las señales son persistentes, pero, dejando a un lado las sensaciones, carezco del manual para descifrarlas. Sólo sé que la ciudad invisible se erige sobre la visible y que lo intangible adquiere la certeza de lo irrealizable. Las incertidumbres siguen ahí, la ausencia de respuestas permanece, y, sin embargo, ahora se impone dejar las cosas en orden antes de que se gaste el tiempo a una velocidad no deseada. Y establecer el orden de las cosas es una tarea compleja. 
Termino la lectura de “El día que murió Kapuscinsky”, de Ramón Lobo. Mi deuda está saldada. Leo su último capítulo escuchando “Land”, de Patti Smith; y no puedo evitar que algo de humedad bañe mis ojos, sin que la tristeza o el dolor sea la causa, sin que esté claro que sea la lectura o la música quien la provoca; tal vez, sólo sea mi estado de ánimo a las puertas de mi ciudad invisible.

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