sábado, 27 de junio de 2020

La verdad absoluta

Oigo, porque en algunas cuestiones intento hace algún tiempo no escuchar, a una pléyade que ignoro de dónde ha salido y dónde germinó esa simiente de saber que aparenta ser flor cuando no llega a hierbajo, que expresa una opinión sobre cualquier tema impartiendo doctrina y manifestando sin tapujos que aquellos que no compartan esa creencia son como mínimo unos indocumentados.
Es una forma de dejar constancia, desde la consciencia o la inconsciencia, de que lo que yo digo es lo válido y por tanto, quien respalda lo que yo digo, más allá de sus fundamentos, es tan válido como mi afirmación y quien discrepa está en el territorio de la idocia.
Probablemente siempre han estado ahí y somos nosotros los que ignorábamos su presencia o no los teníamos en cuenta, algo que nos deja en evidencia. 
Pero en estos tiempos se prodigan sin pudor, incluso algunos se revisten con el manto que hallan a mano, con independencia del tejido, desde su condición del cargo o la profesión que desempeñan.
Exhiben la verdad absoluta. Su verdad. Esa que muchos se prestan a secundar y a abrazar subyugados por quién la escupe sin pararse a pensar que el salivazo nos salpica a todos.
Y uno, desde la ignorancia y sus limitaciones, se pregunta quién otorgó a estas personas esa representación que se arrogan. Y sobre todo, dónde se vislumbra la línea que separa la realidad del deseo, por muy convencido que esté uno de que el deseo se ha impuesto a lo real. 
Es una forma de perder el norte. Y lo preocupante es la facilidad de contagio, la vulnerabilidad de una sociedad que como aquel emperador se pasea desnuda en la creencia de que viste sus mejores galas. 
Todos conocemos el cuento, pero no se escucha al inocente alertar sobre la desnudez que nos desviste. 

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