sábado, 18 de mayo de 2019

Atardecer

Regreso al volante de mi buga a la ciudad que habito. La carretera sube y baja, dibuja algunas curvas y ofrece también alguna larga recta. Y cuando miras al frente ves el sol del atardecer cayendo sobre los campos de olivos. 
Me gusta ese paisaje, probablemente si fueran campos llanos de esos que no parecen tener final podría estar de acuerdo con sus detractores. No lo estoy. Es un placer contemplar esas hileras de olivos perdiéndose entre las lomas para resurgir en la distancia. 
Contemplo los troncos, retorcidos, mostrando escorzos de difícil comprensión. Y pienso en las hojas, verdes o plateadas, como pequeños dardos cuyo viaje solo depende del soplo del viento, ese mismo que mece las ramas en este atardecer de mayo. 
Miro al cielo que por momentos va desprendiéndose de su color azul para progresivamente dar entrada a la noche. Y me detengo en las nubes, mitad blancas, mitad anaranjadas. Son pensamientos imperfectos. Las nubes. Las nubes son pensamientos imperfectos. De modo que cada uno de nosotros las vemos y las sentimos de distinta manera. Y sus formas se adaptan a nuestra mirada. 
Mientras conduzco suena “El alma dormida”, del maestro Lapido. Ese alma del poeta Manrique que seguro pervive por esos campos de olivos, aunque estos por los que transito ahora están más próximos a la Baeza de Don Antonio Machado que a la serrana Segura de Jorge Manrique. Pero los versos, como la sangre y como el agua escasa siempre regaron estos campos. Igual que el óleo del pintor los atrapó en el lienzo o el ojo de un fotógrafo los capturó por un momento creyendo dotarlos de una inmortalidad que ya le dieron de sol a sol los lomos doblados y las manos encallecidas. 
Kilómetro a kilómetro se acerca la ciudad. Núcleos de casas comienzan a salpicar los campos de olivos. Y el tráfico se incrementa. Una golondrina sobrevuela los olivares. ¿Dónde vas? ¿Estás perdida? ¿O el perdido soy yo? 
Anochece.

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