miércoles, 13 de septiembre de 2017

El contralibro

Leo que una reconocible periodista ha publicado su quinta novela. Y me quedo un poco perplejo. Ignoraba que escribía y como es evidente no he leído una sola de sus criaturas. Ignoro cuál es el criterio para publicar a algunos autores en este país, pero imagino que el apellido ayuda; cuando además quien lo portaba primero es también reconocible y durante años ha escrito al servicio y supongo que en cierta medida al dictado de algunas empresas de este país, incluidos esos grandes almacenes de conocimiento general. 
No voy a retomar esa manoseada relación del periodismo y la literatura, más que nada para no ofender a tipos como Mark Twain o Ernest Hemingway o a algunos más cercanos como Manuel Vázquez Montalbán o Javier Valenzuela, pero es constatable el elevado número de periodistas que en los últimos tiempos publican, y de forma reincidente, con escaso, digamos, acierto. 
Al hilo de ello pensaba que igual lo lógico sería escribir el contralibro; habría que definirlo previamente, claro. Pero no, la clave sigue siendo la misma, una buena elección tanto del autor como de la obra. Da igual que se editen o reediten muchos o pocos libros, estos o aquellos autores, lo importante es saber lo que uno quiere leer y hasta donde está dispuesto a arriesgarse. 
Probablemente resulta poco creíble y algo presuntuoso que escriba esto alguien que se caracteriza por lo que podríamos denominar un “anarquismo lector”. Ese mismo que me lleva a entretenerme leyendo-jugando con los poemas de Eduardo Scala a la vez que leo, no sin alguna pesadumbre, la historia de la familia Oesterheld, tras haber devorado la “Colección particular”, de Juan Marsé, editada por Lumen. 
En cualquier caso, se puede discutir la credibilidad, pero no la falta de criterio, aunque éste sea cuestionable y no compartido. Y admitiendo que esa elección, errónea o certera, me priva de leer algunas obras que sin duda merecen la pena. 
Puestos a cavilar, pensaba también que cuesta más escribir sobre la derrota que sobra la victoria. Y recordaba aquello escuchado a muchos actores que es más difícil hacer reír que hacer llorar. Y entre la cavilación y el recuerdo llego a la conclusión de que la mayoría de los autores escriben mejor desde el dolor, sin entrar en consideraciones sobre la cuantificación del mismo y asumiendo que ello no implica como resultado una escritura trágica o un relato dramático. 
Puede que no sea más que un estereotipo, que me deje llevar por esas vidas truncadas demasiado pronto y llenas de excesos, como las del poeta Rimbaud, la del pintor Modigliani o la de alguna estrella del rock, género en el que la lista es extensa. Ya conocen aquella fórmula maldita de vivir rápido y morir prematuramente. 
En fin, que lean lo que quieran, pero por lo menos algo que alimente.

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