sábado, 6 de febrero de 2016

La trinchera

Miro al suelo. Levanto la vista y calculo la distancia para determinar el lugar idóneo donde empezar a cavar. Trazo una línea imaginaria horizontal y otra, vertical. Vuelvo a desaparramar la mirada por los cuatro puntos cardinales y me pregunto si aún es posible la equidistancia. Podría tratar de engañarme, pero sé cuál es la respuesta. La pala me delata. 
Y sin embargo, podría experimentar una última pirueta. Convencerme de que voy a cavar un agujero donde arrojar los oscuros pensamientos y enterrar parte del lastre que nos condena y nos amarra como el ancla al fondo del mar. Pero no hay zulo que valga, es tiempo de trincheras. 
Han abierto la caja de los truenos. Quieren amedrentarnos con el ruido y hacernos creer que hemos perdido el norte, porque oímos tronar pero no hay ni rastro ni amenaza de tormenta. Es el mismo cielo de aquellos “días azules y ese sol de la infancia” del último aliento del poeta. 
Son los de siempre. Los que gritan desde la caverna. Los heraldos negros pregonando el caos. Los matones impunes. Los encantadores de serpientes. 
Hundo la pala en la tierra para cavar dos trincheras. La real, para cuando vengan. Porque vendrán. Y la ficticia, en la que te escondes o resistes a veces por impulsos y otras simplemente para respirar. 
Quizás la vida sea una sucesión de trincheras. Una batalla continua contra el otro y contra el yo, en la que unas veces se gana y otras se claudica, pero siempre se paga un tributo. Solo que ahora no toca claudicar.
Esta vez no van a pasar. Compartiré la trinchera con aquellos que estén dispuestos a resistir y que no necesiten fusiles y bayonetas para luchar. Con aquellos que no retrocedan ante el miedo, conocedores de que la luz acaba con la oscuridad de la caverna. 
Resistir o emerger. ¡Vaya dilema!

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